La diaria información televisiva sobre la situación financiera reproduce la imagen icónica de la sede del Banco Central Europeo, edificio de arquitectura vanguardista pero no imponente, que tenemos todos grabado en nuestra retina. Situado en el barrio de Ostende (extremo oriental de la ciudad de Frankfurt), a orillas del río Meno (Main), su asentamiento es parte de una operación urbanística de gran entidad. Paseos y jardines junto al río, construcciones de apartamentos de lujo y la reconversión del antiguo puerto fluvial están convirtiendo el viejo extrarradio en el cogollo de la ciudad del futuro.

Ahora les pido que si tienen a su alcance un móvil o tableta echen un vistazo un poco más detenido a la explanada ocupada por el edifico del BCE. Observarán que se trata de un complejo compuesto por la emblemática torre de cristal escoltada por dos alfiles de inferior tamaño y mayor base, construidos con ladrillo caravista. El situado a la derecha de la torre es una imitación actualizada de su hermano a la siniestra. Ese último, que ocupa una superficie de 13.000 m², diseñado en 1928 por el arquitecto Martin Elsaesser, constituye un ejemplo magnífico de la arquitectura expresionista o Bauhaus que tanto impacto tuvo en la Alemania prenazi. El edificio se convirtió en el Mercado Central de Frankfurt y por esa razón también se construyó una terminal de ferrocarril destinada a transporte de mercancías y ganado. La ubicación era óptima, alejada del centro urbano residencial, junto al puerto fluvial y conectada con el entramado de líneas férreas que enlazan Frankfurt con el resto de Alemania y Europa.

La ciudad a orillas del Meno, actual capital financiera europea

excluimos a Londres por decisión propia de ellos, de los británicos, quiero decir

, es un asentamiento comercial desde casi la noche de los tiempos, precisamente debido a su magnífica ubicación como cruce de caminos y cauces, tan favorecedores de la actividad mercantil. En la actualidad añadiríamos las rutas aéreas, pues el de Frankfurt es el aeropuerto continental con más rutas directas a nivel global, 300 destinos en el mundo. Así que todos los caminos sean de tierra, agua dulce o aire conducen al vado (furt) de los francos (franken)

origen del nombre de la ciudad

sobre unas rocas que hacían posible cruzar el Meno sin gran peligro.

Con tales perspectivas comerciales, nada más natural que un asentamiento de judíos en un entonces villorrio con aspiraciones. Para el año 1074 ya estaban censados 100 habitantes de origen hebreo en lo que hoy se denomina ciudad vieja, núcleo compuesto por la catedral de San Bartolomé y el Römer o Ayuntamiento, dos de los escasos edificios que lograron sobrevivir a los bombardeos aliados durante la II Guerra Mundial aunque sí fueron parcialmente dañados y luego reconstruidos. La población judía fue creciendo a lo largo de los siglos hasta las 30.000 almas de los años previos al Holocausto, época de máximo esplendor e influencia de la comunidad judía por entonces más numerosa de Alemania.

Goethe, padre de las letras alemanas, y los Rothschild financieros a escala mundial eran originarios de esa misma ciudad y sus respectivas viviendas no distaban más allá de dos manzanas. No fue fácil la vida de los judíos en Frankfurt. Sufrieron pogromos y saqueos, incendios y asesinatos en el gueto con periodicidad secular, solamente atemperados por la salvaguarda del emperador o Príncipe Elector y siempre previo pago de impuestos a cambio de protección. Fue otra la actitud de la municipalidad.

El Ayuntamiento, la Administración local, fue persistentemente antisemita debido a la envidia ante el creciente poder económico de los judíos y el subsiguiente resentimiento de los comerciantes locales. Ese mecanismo psicosocial ya fue tratado por el historiador Benzión Netanyazu (padre del político israelí) en su monumental Los orígenes de la Inquisición, donde demostró la relación entre el ascenso económico de los judíos españoles y su persecución bajo capa de motivos religiosos por quienes solo deseaban quedarse con sus bienes.

La ‘cuestión judía’

Ya a comienzos del siglo XV la municipalidad decretó una Orden de Vestimenta que obligaba a llevar un velo azul a las mujeres judías y unos bordados amarillos en las mangas de los hombres, evidente anticipo de lo que estaba por llegar. Mientras tanto, los judíos de Frankfurt, a trancas y barrancas, se iban asimilando a los alemanes. Pero la tensión subsistía y el Ayuntamiento los reubicaba hacia el este de la ciudad o clausuraba su cementerio histórico construido en 1271 y puesto en desuso en 1828. Sirvan estos ejemplos como prueba de que la Cuestión judía (Die Judenfrage en alemán) ha sido una constante en la historia alemana que explica en parte el enigma de ese país: la multitud de ciudadanos corrientes que se unieron a los nazis. El antisemitismo es un entretenimiento de almas sucias que degenera en asesinato y, una vez consolidado su poder, Hitler se dedicó irrefrenable a borrar a los judíos de la historia y vida alemana. Comenzaron los nazis borrando del callejero cualquier vestigio judío. La Judenmarkt o mercado judío de Frankfurt pasó a ser Börnerplatz, Dominikaneplatz (con los nazis en 1935 y hasta 1978), Börne platz otra vez y Nueva Börner platz. Resulta relevante que el Ayuntamiento mantuviese la denominación impuesta por los nazis durante más de 30 años después de su derrota.

El antiguo cementerio judío de Battonstrasse, contiguo al mercado, mantiene las paredes originales que dan refugio a unas escasas 79 tumbas con inscripciones en hebreo que se mantienen en pie. En su perímetro se han incrustado 11.134 tablillas con los nombres, lugar y fecha aproximada de asesinato de otros tantos judíos de Frankfurt que acabaron sus días en los campos de exterminio de Auschwitz, Riga, Theresienstadt, Buchenwald y otros. Ironías de la historia, el ya citado Goethe paseaba en su tiempo por las colinas grises, nebulosas y bucólicas de Buchenwald, filosofando con su secretario Eckermann, quien luego escribiría sus famosas Conversaciones con Goethe, de gran contenido humanista, inspiradas en esos paseos. Sobre el portalón de entrada al campo los nazis habían escrito Jedem das seine! –“A cada uno lo suyo”– . Paraíso intelectual, infierno humano, mismo lugar.

Los raíles

Tras la guerra, los judíos supervivientes de Frankfurt quedaron reducidos a 200 de los anteriores 30.000 existentes. La mayoría habían sido conducidos al apeadero del Grossmarkt halle (Mercado central de abastos) y desde allí a su destino final, incinerados, lo que los nazis llamaban con satánica pretensión poética “Noche y niebla”, desmintiendo aquello de que el hombre es un animal que construye tumbas. Salvo que neguemos la categoría de hombres a quienes asesinan y esparcen las cenizas de sus víctimas por la chimenea de los hornos.

El pasado día 15 de septiembre se han cumplido 80 años del primer convoy en el que partieron del apeadero del Mercado Central de Frankfurt 1.366 judíos enviados a los campos de exterminio. Llamando a Dios desde la más profunda desgracia, los judíos acudían a la muerte recitando el Libro de las Oraciones de Job: “Aunque Él me dé la muerte, seguiré confiando en Él”. El Ayuntamiento erigió en su día un singular monumento de cenotafio (tumba sin restos) consistente en unos raíles asentados sobre el pavimento, en recuerdo de los infortunados. Los raíles se sitúan junto al ya descrito edificio de ladrillo que forma parte desde enero de 2005 del edifico de Banco Central Europeo. El cenotafio, en el que se disfruta la paz profunda de la orilla del río, casi pasa desapercibido. Como si fuera un que si sí que si no. Cuando lo visité la semana pasada, alguien había colocado un cartel artesanal plastificado, recordando la efeméride. Para seguir viviendo tras semejante trauma, los alemanes trataron de olvidar la Shoah (el Holocausto) lo antes posible. No les fue posible. Aquel vivir con el pecado les llevó a tener que bregar con él. A principios de los años 70 comenzó lo que los historiadores denominan Vergangenheitsbewältigung –le pido al lector que agradezca, por favor, mi esfuerzo para transcribir correctamente el término–. Así llaman en Alemania a la asimilación o enfrentamiento crítico con el pasado; esfuerzos por conocer, digerir y asumir el pasado, y en particular la reflexión crítica sobre el nazismo y el Holocausto.

Con el tiempo, los alemanes han ido haciendo sus deberes y me atrevo a decir que con más intensidad y acierto que los franceses, todavía sin asumir plenamente la responsabilidad propia en el exterminio de los judíos de Francia, que hasta hace bien poco atribuían exclusivamente a los nazis y al colaboracionista mariscal Petain, descargándose de la culpa “como el rayo de sol atraviesa el cristal sin romperlo ni mancharlo”. El Ayuntamiento de Frankfurt ha colocado placas de bronce llamadas stolperstein (piedra en el camino con la que se puede tropezar) en cada casa o acera donde vivieron judíos asesinados en el Holocausto. Una iniciativa seguida con acierto por los ayuntamientos de Donostia y Gasteiz en recuerdo de los asesinados por ETA y en Barakaldo a partir del 1 de octubre, esta vez en recuerdo de doce baracaldeses asesinados en los campos nazis. No ha sido el caso del Ayuntamiento de Múnich, que se ha negado a seguir la iniciativa, alegando que los ancianos pueden tropezar o resbalar con el pulido metal del suelo. Me parece que tiene una gran carga semiótica ese resbalarse con su propio pasado.

En estos tiempos de desolación, cuando la inhumanidad se personifica en Putin, criminal de guerra según dictamen de la ONU, el recuerdo del Holocausto ata las almas de los asesinados con la cuerda de la vida. La eternidad es su herencia, y descansarán pacíficamente en su lugar y reposo, y dígase: Amén (Oración de la Misericordia del rito funerario judío-kadish). Aunque ese Amén lo tengamos que rezar en un lugar tan improbable como tras el Banco Central Europeo.