Se lo escuché decir a mi amigo Mauri Idiakez cuando ya me había casi colgado en la tertulia de la Cope: “Recalde ya estará en Madrid, porque suele viajar muchos días antes”. Eran otros tiempos. Como viví once años y tengo mucha familia y amigos allí, solía aprovechar cada vez que jugaba la Real en cualquiera de los campos de la Comunidad para pasar unos días en la capital. Recuerdo que incluso a veces prefería pernoctar en casa de mi abuela y viajar en el día a destinos más lejanos, como podía ser Sevilla (iba a poner Albacete, pero no es cierto al ser, de lejos, el lugar que más nos sorprendió a los habituales enviados especiales por inesperado y por la extraordinaria animación que tienen sus calles, sea en pleno caluroso verano o durante su gélido invierno). El caso es que ya apenas voy a Madrid. El reloj de mi querida abuela se paró a los 104 años y ya me he quedado sin residencia de lujo en el centro de la ciudad. Y bueno, después de una larga espera, con más movimientos y sobresaltos que la negociación por Zakharyan, hace dos temporadas llegó el mejor fichaje de mi vida, que me exige plena dedicación. Lo mínimo que se merece un diamante de tal calibre. Antes no me importaba demasiado hacer la maleta cada quince días para seguir a mi Real y ahora me cuesta más, claro. Imagino que todo se resume también en que antes era joven y ahora soy... menos joven (viejos son los trapos). “Vuela esta canción para ti Lucía, la más bella historia de amor que tuve y tendré” (mi colega Serrat me deja apropiarme de sus versos para hablar de mi hija).
Pero el año pasado sí que me animé a viajar, además acompañado de colegas de mi cuadrilla. Pasamos unos días increíbles, con muchos planes y quedadas, aunque el fin de semana se hizo tan largo que mis amigos no se quedaron a ver el Madrid-Real porque también se disputó el domingo a las 21.00 horas. Uno de ellos había asistido el jueves a la eliminatoria de Copa a partido único entre el Madrid y el Atlético que se resolvió en la prórroga y me había contado que pasó tanto frío que, cuando se llegó con empate al final del encuentro y fue consciente de que tenía que pasar otra media hora como mínimo en el congelador del Bernabéu, llegó incluso a hacer un amago de marcharse a casa ante la incredulidad del que le acompañaba, que le había invitado con uno de sus abonos. Mi colega Javi es así. Esa noche se quedó, pero salió tan helado que prometió que no repetía experiencia el domingo ni de coña e incluso adelantó su vuelo de vuelta a Vigo. El sábado, la víspera del encuentro, un periodista que cubre la actualidad del Madrid me contó una historia parecida: “A mí el jueves casi me da algo y eso que llevaba varias capas de ropa. El de la Real lo veo desde la redacción”.
“Tampoco será para tanto, ni que fuese Moscú”, reaccioné. Me abrigué, pero sin exageraciones, y me arrepentiré toda la vida. Con el estadio descapotado y con todo manga por hombro por las obras, la zona de la prensa la habían reubicado un anfiteatro aún más arriba (el siguiente paso es echarnos a la calle, al tiempo) y, en consecuencia, se colaban corrientes por todos lados y la sensación térmica era insufrible. Eso por no hablar de que apenas se distinguía nada, hasta el punto de que no reconocías a los futbolistas, ni había un mísero monitor para ver las jugadas importantes repetidas. La Real logró la hazaña de rascar un punto con diez bajas y yo, ni lo disfruté, ni pude ni supe valorarlo ni en la crónica ni en las notas a los jugadores. Algo raro sospeché que había sucedido cuando, al día siguiente, entré de verdad en calor con los palos que recibí por mis valoraciones. Unos, los que me quieren, me acusaban con cariño de rácano, y otros, los quebrantrahuesos que nunca se equivocan, me atizaban sin piedad. Lo cierto es que me quedé tan mosca, que el martes me desperté pronto y me puse el partido entero. Una cosa de locos. Kubo, con el que acabé el duelo claramente enojado por su falta de contundencia en la definición, parecía Maradona. Creo incluso que jugó mucho mejor el martes que el mismo domingo. Imparable. Qué futbolista. Pero no sólo él. A Remiro no le ensalcé lo suficiente cuando cuajó su mejor actuación desde que defiende la meta de la Real. Los dos mejores centros los puso Aihen con su zurda (con él coincidí pocos días después, me excusé y me miró con cara de qué me estará contando este) e Illarramendi recordó a los que peor le trataron en el Bernabeú que en el momento en que se entonaba y gobernaba los partidos era una maravilla verle jugar al fútbol.
Muchos no lo creerán, pero cuando te pasa algo así y has hecho mal tu trabajo, que además consiste en valorar el rendimiento de otras personas, te llevas un disgusto de campeonato.
Ay, las famosas notas y la importancia que les da la gente. Personas que pierden años de vida porque a Zubimendi le has puesto un 6 en lugar de un 7. No saben que normalmente las escribimos en cinco minutos, para tener más tiempo y gustarnos con la crónica. Luego están los futbolistas, que no lo reconocen jamás, pero saben siempre lo que has puesto (salvo el citado Aihen, claro). Hasta el punto de que uno de ellos me estaba buscando por Anoeta tras la despedida de Illarra porque, según él, tenía “la mano muy larga en las notas” (pero ellos nunca leen, eh, se lo cuentan). Yo de niño, cuando era muy pequeño, un día llegué a casa con un globo y mi madre me preguntó a ver de quién era. Sin coartada, sintiéndome contra la espada y la pared, pero sin ninguna voluntad de confesar que se lo había birlado a otro crío, sentí tener una ocurrencia genial, un plan sin fisuras: “Me lo ha regalado mi amigo Charo”. Mi madre todavía se sigue riendo al recordarlo. Pues eso, es mi amigo imaginario el que les cuenta las notas y los comentarios a los futbolistas. Seguro.
Dicen que los escritores son egocéntricos, autorreferenciales, narcisistas y vanidosos. Y que eso constituye una herramienta imprescindible para la escritura. Como periodista, la verdad es que no me siento muy reflejado en ellas (incluso trato de evitar ser vanidoso), pero, como los futbolistas también tenemos días buenos, malos o regulares. Partidos a los que llegamos de mejor o peor humor, cansados o demasiado motivados y expectantes, enfadados o alegres y eso, como a todo ser humano, repercute en nuestro trabajo. Un día mi apreciado Martín Lasarte se enfadó por una crónica a su gusto demasiado dura de un Villarreal B-Real y a los pocos días le confesé que igual me había pasado, pero es que eran plenas navidades y llegué a la redacción agotado y resacoso. La versión que contó en el vestuario fue bastante diferente, al afirmar que le había reconocido que escribí borracho (te perdono, machete, tranquilo, no nos desunimos).
Con un cambio de horario infame cuando la Real se juega media Champions el miércoles, en el último turno del domingo pero sin ningún frío y en un escenario ya majestuoso, los txuri-urdin aterrizan en La Castellana sin complejos y con la convicción y la fe de que pueden volver a asaltar el templo blanco. Pase lo que pase, les pido que antes de perder los nervios y tratar de comprar algún arma para liquidarme, no olviden que en la sección de las calificaciones de los realistas para el premio Txuleta se puede leer arriba con claridad: “Las notas de Mikel Recalde”. Solo es eso, una opinión más. La mía. Tan válida como la de otro cualquiera. ¡A por ellos!