on más pena que gloria, inmersa en un proyecto ya a la baja y ampliamente superada por el Lyon, la Real fue eliminada de la Champions en 2004. Peor imagen dio aún una década después, cuando los Manchester United, Leverkusen y compañía le pusieron en su sitio tras una liguilla para olvidar. Y poco nos emocionó, hace nada, la Europa League con Eusebio, encarada desde un fútbol que ofrecía incontestables síntomas de desgaste y marcada además por el paupérrimo nivel del grupo que tocó en suerte. El moderno y eléctrico juego del Salzburgo situaría a los txuri-urdin alejados aún de lo que se estaba cociendo en el continente, presos todavía de un estilo en extinción y carente de competitividad con ritmos altos de por medio. ¿Lo de ayer en Nápoles? Qué más da que se empatara o se perdiera. Qué más da que el billete se lograra o se escapara. Por encima del resultado, por encima de la vida o de la muerte (deportivas), estaba anoche el mensaje: la Real ha llegado a Europa para quedarse. Y no precisamente hasta febrero.

Porque está muy bien que la cosa terminara en celebración. Pero vale mucho más, muchísimo más, la puesta en escena. Viajó el equipo a Italia sin los que probablemente son sus dos mejores futbolistas. Para medirse a un rival vestido de gala. En un campo vacío pero histórico e imponente. Y apostó la Real por ser ella misma, por ser valiente y por apretar a degüello, soltando a Zaldua a por el lateral izquierdo local y dejando un peligrosísimo tres para tres atrás. Zubeldia con un tal Insigne. Le Normand con un tal Mertens. Y Nacho Monreal, gigantesco, con Harold Lozano. Salió bien. Pudo salir mal. Contentos o enfadados, lo único seguro es que hoy viernes íbamos a estar orgullosos de nuestro equipo. Sí o sí. Suena a paño caliente cuando hay derrota de por medio. Con el empate y la clasificación en el bolsillo, merece la pena seguir destacándolo. Porque por encima del qué está el cómo, y los de Imanol, a diferencia de lo sucedido en recientes andaduras europeas, nos han demostrado que están en la onda, que hablan el idioma del fútbol internacional. Hace poco menos de tres años, en Austria, apenas parecían chapurrearlo.

Paradójicamente, la alegría de anoche llegó cuando menos la esperábamos. Porque el partido se pareció mucho al de la primera vuelta en Donostia. Y aquello terminó como terminó. Cuando el Nápoles se animó ayer a dirimir con los nuestros un duelo cara a cara, un pulso con todas las de la ley mirándoles a los ojos, salió escaldado en cuanto a juego. En Anoeta, la Real había destrozado a los de Gattuso burlando su presión alta, corriendo entre líneas y acumulando ocasiones. Y en este segundo partido, más de lo mismo de inicio. Pero los goles del equipo transalpino han llevado a este, en ambas contiendas, a dar un paso atrás que lo ha complicado todo en clave txuri-urdin. Fueron incapaces los de Imanol de crear peligro en el tramo final del encuentro de octubre. En el Diego Armando Maradona, mientras, también vieron muy reducida su producción ofensiva cuando se enfrentaron a un repliegue acusado. Lógico. Menos mal que apareció Willian.

El gol del brasileño redondeó un auténtico partidazo de este. Ha pasado ya mucho tiempo desde aquel lamentable episodio invernal, con el Tottenham de por medio. Se equivocó Willian. Lo sabemos todos. Pero desde entonces, cuando ha tenido la oportunidad de salir al campo, siempre ha trabajado por el bien del equipo. No le ayuda su lenguaje corporal, porque muchas veces aparenta una apatía que no se corresponde con la realidad. Tampoco le hace ningún bien su fisionomía, pues provoca que esperemos de él cosas que no puede aportar por sus características futbolísticas. Y sin embargo él, sediento de goles, dianas que bebe con menos frecuencia de la que desearía, se mantiene firme con pico y pala. Llovido del cielo de Nápoles, nunca mejor dicho, le cayó anoche un regalo que esta vez no desaprovechó. ¡A la cazuela! Se hizo justicia. Por todo. Por el gol y por el goleador.