Desconozco la importancia discográfica de la cantante catalana Mónica Naranjo, que posee una electrizante voz que le ha permitido vivir del canto, y desconozco también las razones que han impulsado a los directivos de Antena 3 para probarla como presentadora-conductora de un programa concurso, que se titula sencillamente ¡A bailar!, y desconozco el porqué del indiscutible éxito de su emisión las noches de los martes.
La tal Mónica Naranjo se enfunda literalmente noche tras noche en vestidos más ajustados que el gasto mensual de las familias en crisis y, con su escote asimétrico y sus tacones de medio metro, pulula por el escenario sin gracia ni fortuna mediática alguna. Más pendiente de las ondas de su larga cabellera que de lo que dice el guión, la cantante metida en cocina ajena es incapaz de conducir el espacio con acierto, gracia y soltura. Repetitiva e insinuante se apunta a todo lo que suene a jueguito bisexual y repite más que el piquillo de Lodosa (perdón).
Gritona, histérica y con su sonrisa profiden, la incipiente presentadora cree suficiente la presencia de su mortal cuerpo para triunfar con insinuaciones, chillidos y sin sentido de la necesaria verticalidad y quietud antes las cámaras. Simplona de mirada egipcía, aguanta las horas de programación y sufre cada vez que toma el mando de la conducción y no sabe definir estilo y territorio, jugando a un narcisismo exasperante y plano.
Sin acierto en las réplicas, incierta en las improvisaciones y sin narración guionizada, remedo de presentadora de un programa de entretenimiento que marcha viento en popa y no necesita las patochadas de Mónica, una oportunidad, de momento, perdida. Todo es maravilloso, glamuroso, principesco en este descubrimiento de la contemporánea televisión. Para la antología del disparate sus paseítos con los brazos cogidos por la espalda. Pero, ¿es que nadie lo ve?