Que el tiempo vuela es una sensación que se va convirtiendo en certeza a medida que en la piel se acumulan los años. No ocurre solamente con la vida personal. En la social, la que nos afecta como colectivo, acontecimientos que parecían cruciales y hasta definitivos van quedando atrás no sin antes dejar su impronta, dando paso a hechos nuevos llamados a marcar otra época. La última década ha sido prolija en sucedidos que han configurado la Euskadi de hoy. A botepronto, me vienen a la memoria el fin de ETA, que ha dado pie a una nueva Euskadi en paz con heridas por cerrar, de las cuales, algunas, siguen en el debe de esa izquierda abertzale plenamente institucionalizada; la remontada para superar la pavorosa crisis financiera; el procés de Catalunya y su impacto como factor clave todavía hoy en la política estatal; la pandemia, un antes y un después en casi todos los órdenes de nuestra vida; el regreso de la guerra a Europa, con Ucrania como escenario bélico; y la inflación que la invasión rusa ha provocado y de la que no conseguimos salir. Y todo ello, pasado por la trituradora digital, que ha desencadenado una nueva sociedad en conductas y comportamientos. Esta ha sido la época de Iñigo Urkullu, un tiempo lleno de dificultades que ha vadeado aupado por el respaldo de las urnas y que llega a su fin, todo apunta a que en marzo, con la convocatoria de nuevas elecciones. La elección de un nuevo candidato es una decisión de impacto, valiente por arriesgada, y condenada al a posteriori.