La oportunidad de amnistiar a los cientos de encausados del procés es tan providencial y tentadora que nadie en su sano juicio podría rechazarla. Mucho más en un contexto marcado por la fuerte caída electoral de las principales opciones independentistas, que seis años después del punto culminante del procés parecen bloqueadas en su laberinto. De ahí, seguramente, la incomprensión, el cansancio y la rabia que provoca la actitud de Puigdemont, demorando un acuerdo irrechazable que sabe que va a acabar firmando; todo esto para humillar al Estado español al que tanto detesta. Esta lectura de parte olvida a menudo que un compromiso como el que tiene que unir al expresident con el futuro presidente del Gobierno español debe rendir cuentas a su parroquia, lo que exige salvaguardas de lo comprometido y garantías de su cumplimiento, so pena de hacer el ridículo y, por consiguiente, firmar la sentencia de muerte política. Y las necesidades que apremian a Sánchez para acabar con este calvario de investidura son prisas para el político catalán. En el caso del presidente español hay ejemplos de la ligereza con la que ha solido alcanzar los acuerdos. En esta partida a varias manos, todavía faltan por jugarse las cartas del PNV, que de todo esto sabe un rato. Hasta el 27 de noviembre, todo es toro.