El Ventoux, por su extremada dureza, raras veces decepciona. Pone al límite las fuerzas de los corredores en un esfuerzo continuo de casi una hora. Es largo, con pendientes por encima del nueve por ciento durante quince kilómetros, y a partir de media subida siempre está azotado por un viento en contra. Como su nombre indica, ventoso, ese gigante de la Provenza, aislado, solitario, no tiene quien le proteja. Un conjunto de dificultades que lo convierten en una de las más difíciles subidas de Francia. Y además, está el abrasador sol de julio, contra el que no hay protección, pues es una montaña desprovista de vegetación, ofreciendo un extraño aspecto lunar. Ayer vimos dos carreras, y ambas fueron emocionantes. Por delante se jugaban la etapa los supervivientes de una escapada, entre los que estaba Enric Mas, que fue el primero que atacó. En los dos últimos kilómetros los cuatro que quedaban en cabeza parecían correr una prueba de velocidad en velódromo, vigilándose, casi parados. Sólo les faltó hacer un "surplace", término con el que se denomina la acción de pararse del que encabeza una prueba de velocidad, manteniéndose en equilibrio sobre la bici, para ceder el primer puesto y contar con el factor sorpresa en el sprint. Por detrás, los dos gallitos libraban su particular batalla. Y era Vingegaard el más ofensivo. Por primera vez pareció que ponía en apuros a Pogacar, que, también por primera vez, no logró despegar al danés en su único ataque. Si eso significa que sus fuerzas han menguado y que Vingegaard va a más, aún podemos ver lucha, porque las dos etapas alpinas tienen puertos para retratar cualquier debilidad.
El Ventoux tiene un aura literaria gracias al poeta Petrarca, que, fascinado por su omnipresente vista desde toda la Provenza, quiso subirlo, y dejó un libro sobre su experiencia. Lo hizo con ese espíritu de los montañeros de siempre, por curiosidad, porque estaba ahí y le llamaba la atención. Respuestas simples pero que encierran toda una filosofía de la vida, la de la búsqueda de experiencias. ¿Seré capaz de llegar arriba? ¿Qué se verá desde la cima? ¿Qué vientos azotaran mi mi cara? Es decir, las preguntas de siempre ante el oráculo de nuestro destino, las que anudaron meta y camino en el Viaje a Ítaca del Ulises de Homero, y del poeta Kavafis, quienes dieron valor al camino, a sus enseñanzas, y no sólo al fin. Para mí también es un monte literario pero por otro motivo, porque me recuerda a Tintín. En ese gran faro que se hinca en la punta, en esa antena con un gran vientre cilíndrico pintado en franjas rojas y blancas, no puedo dejar de ver el cohete de su viaje a la luna, y con él, todo el sinfín de sus aventuras.
El Ventoux también está vinculado a Hernani y a mi infancia a través de Tom Simpson, el ciclista británico que falleció en pleno Tour, mientras ascendía este puerto. A poco más de tres kilómetros de la meta en el Ventoux, Tom pedaleaba tambaleándose, agónico, hasta que se cayó. Consiguió enderezarse y gritó a los espectadores cercanos que le pusieran encima de la bici. Logró pedalear un centenar de metros más, y volvió a derrumbarse. Fue socorrido de inmediato, pero su corazón se había roto. Lo evacuaron en helicóptero hasta un hospital de Avignon, pero no hubo nada que hacer. Cayó fulminado por una mezcla fatídica: el calor sofocante, el esfuerzo al límite, y las anfetaminas más alcohol que había consumido en la etapa. Encontraron anfetaminas en el bolsillo de su maillot, y su uso se confirmó con el análisis de sangre practicado en la autopsia. Así como la alta presencia de alcohol. Había tomado coñac, Remy Martin, que le dio un compañero cuando Tom le pidió algo para beber. Cuando éste le dijo que sólo llevaba coñac, Tom le respondió: "¡Qué diablos, dámelo, me siento un poco flojo!". Sin quererlo, Tom Simpson cambió la historia del ciclismo, pues fue su muerte la que abrió las puertas, desde el año siguiente, a los controles antidoping, inexistentes hasta entonces.
Para mí Tom está vinculado a la Cuesta de la Muerte de Hernani. Constituye uno de los primeros recuerdos de mi vida, y el primero en color. Puedo ver en mi mente los prados llenos de gente; las zarzas junto al camino recorrido de la mano de mi padre; las entradas al circuito, unos círculos amarillos de plástico; y sin embargo, paradójicamente, las fotografías que guardo de aquel Campeonato Mundial de Ciclismo, que ganó Tom, celebrado en Lasarte, son en blanco y negro. Los lugares, los ciclistas, sus batallas, son lazos a nuestra memoria, a lo que vivimos, y estos días he imaginado a Remco, preguntándose por su crisis, preguntándose qué le ha pasado, cómo su caída mermó sus facultades. Y he recordado algo que ya conté, que me sucedió siendo ciclista. Me choqué contra un coche, entrenando, y tuve una fisura de esternón. Cuando aparentemente me recuperé, sentía que no llenaba bien los pulmones. ¿Era real o era una impresión? El caso es que mi rendimiento bajó mucho. Visité mil médicos, y al final, un curandero me recetó que durmiera por las noches con una telaraña sobre el cuello envuelta en un pañuelo. Necesitaba ese apoyó mágico, ese placebo, para olvidarme del trauma.