Tengo la sensación de haber asistido a una revolución; un hecho en el que el poder establecido, que parecía inmutable, es derribado y sustituido por otro nuevo, de naturaleza distinta. Las condiciones objetivas, analizadas a posteriori, apuntaban a ello, si hacemos un balance de fuerzas, que no son infinitas, tras el desgaste de las once primeras etapas. Pogacar se había mostrado implacable, disputaba cada sprint, no con la voluntad de obtener réditos, que apenas eran unos segundos, sino de mostrar su dominio. Ayer le pasó factura ese desgaste, al que se sumó la inferioridad colectiva de su equipo, y su actitud de no querer dejar escapar a nadie. Fue una etapa salvaje, con los dos puertos más duros de este Tour, el Galibier y el Granon, planteada como una batalla abierta del Jumbo contra él, con Roglic y Vingegaard, prodigándose en ataques sucesivos en la ascensión al Galibier. A Pogacar le fallaron las fuerzas en la subida al Granon y se mostró humano. Viéndole pedalear con la corona mayor que llevaba, con la cadena sin tensión, se asemejaba a cualquiera de nosotros cuando le fallan las fuerzas subiendo un puerto, o cuando pilla una pájara y tiene que ir a la corona de supervivencia, como la llamaba mi entrenador. Roglic se entregó en favor de su compañero Vingegaard, atacando sin cuartel, para dejar a Pogacar sin compañeros. Viendo su llegada sonriente a meta, creo que ya está pensando en la Vuelta, así que los que se las prometían felices para septiembre contando con su ausencia, seguro que ayer no se alegraron.

Una revolución es un arte que tiene dos momentos, el de la toma del poder, y el posterior, el de su consolidación. Que es el que ahora le toca gestionar a Vingegaard. Es un momento difícil, en el que muchas revoluciones sucumben, porque no saben crear el nuevo orden. El joven danés parece un chico sensato, y eso juega a su favor. Hace poco leí una entrevista donde decía que a él lo que le importaba, sobre todo, “era ser un buen padre”. Suscribo esos valores, desde esta tribuna en la que abogo por un deporte con principios. Por eso me alegro de su triunfo doblemente, por él, y porque prefiero al Jumbo frente al UAE. Creo que los valores también deben llevarse en la marca, y el respeto a los derechos humanos, sociales, a los derechos de la mujer, no es algo que reine en los UAE, Emiratos Árabes Unidos.

Cuando el Tour llega a la montaña, el impacto emocional de la carrera se multiplica. En las montañas nos identificamos más con los corredores, porque los vemos sufrir como nosotros frente a la gravedad. Ver a los campeones padecer frente a la pendiente los acerca. Y cuando vemos a algún corredor, como ayer, que está a punto de bajarse de la bici, que en su cabeza ya no está la victoria ni los minutos perdidos, sino el honor de seguir en pie sobre los pedales, nos recuerda nuestras experiencias primeras sobre la bicicleta. Entonces, en la infancia, se medían las grandes cuestas con el baremo de si se había conseguido doblegar sin bajarse de la máquina, o no. Subirlas ya era conquistarlas, como la cima de un monte. Y eso pervive en la memoria.

El otro día, comenté a mi amigo Javier, médico y ciclista, que ya que iba en el fin de semana a Arrasate, aprovechara para subir Salinas la Vieja, uno de los puertos duros que teníamos por aquí. “Ése ya lo subí una vez, ya lo tengo en el currículum”. Por eso la montaña, la fragilidad ante ella, nos hace similares a los campeones rotos.

Los Alpes han sido más decisivos en la historia del Tour que los Pirineos, escenario de batallas más demoledoras, donde las diferencias entre los corredores han sido más grandes. Las razones son varias: en general son puertos mucho más largos, aunque tengan un poco menor porcentaje; muchos superan los 2.000 metros de altitud, lo que hace que el organismo acuse la deuda de oxígeno; y tienen un clima más continental, en el que suele hacer mucho más calor, lo que merma las reservas haciendo agónicas las subidas. Todo ello endurece los puertos alpinos, y hace que muchos corredores se queden descolgados por eliminación, sin fuerzas.

Alpe d’Huez, una cima mítica del Tour desde que se subiera por primera vez en 1952, con triunfo de Coppi, es para mí sinónimo de una época en la que aquí no se televisaba el Tour y teníamos que verlo en la TV francesa, que tampoco se sintonizaba en todas las casas. Cuando la etapa llegaba a esa cima era una cita obligada en casa de un amigo. Antes de eso, cuando no se podía ver en ninguna TV, cuentan que un gentío se reunía frente al escaparate de la tienda de bicis Miner, en Donostia. En el escaparate colocaban la clasificación de la etapa y lo que sucedía, en papel y en una maqueta con ciclistas y coches en miniatura, en tiempo casi real; el que tardaban en bajar desde el tejado, donde conseguían captar la retransmisión de una radio francesa, hasta la tienda, y en volver a subir y bajar. Se juntaba tal muchedumbre en el escaparate que paralizaba la calle.