La historia del Tour de Francia hizo un hueco en su estantería de incunables. Un lugar para la memoria y el recuerdo para siempre: el 13 julio de 2022. Col du Granon. Dos años después, Pogacar, bicampeón, el cohete, el meteorito que derribaba mitos, el heredero de El Caníbal, la mayor luminaria del ciclismo, se apagó como una vela. En silencio. A ese lugar inhóspito, desconocido, terrenal para un ciclista que se paseaba por las nubes, le mandó Jonas Vingegaard, el danés que algún día podrá contar que dejó al campeón en el Ventoux de 2021, a modo de ensayo, y le desnudó un almanaque después en el terrible Col du Granon, un camposanto. Allí enterró a Pogacar, al fin hombre. Hecho carne. La insoportable levedad del ser.

Entendió el esloveno que no siempre se puede ganar. Varado, sin eco. Derruido hasta el alma, dolorida. En el Col du Granon le pesaban hasta los 21 gramos del alma. Arrastraba su cuerpo. Volaba Vingegaard con las alas que le prestaron sus compañeros antes. Los mosqueteros del Jumbo, su táctica mancomunada, feroz, en la que no dieron ni un fotograma de paz al esloveno horadaron la resistencia de Pogacar, mareado en meta. Grogui. Fuera de sí. Desnortado tres minutos después de la conquista excepcional de Vingegaard. “No podía permitirme no atacar. Tenía que probarle. Ya fui segundo y está muy bien pero para ganar el Tour hay que atacar”, apuntó el nuevo líder que tiene 2:16 de renta sobre Bardet y 2:22 respecto a Pogacar. El esloveno atacará. Quiere vengarse. El Tour, que parecía una prolongación de su cuerpo, queda abierto.

LO IMPOSIBLE

La ambición que siempre ha demostrado el esloveno se insertó en el tuétano del Vingegaard, el representante de la idea del Jumbo, que jugó a ganar. Roglic fue segundo en 2020 y el danés en 2021. Querían asaltar la gloria. Inmolaron al esloveno en un ajedrez diabólico. En una etapa para los anales de la Grande Boucle, a Pogacar le pudo el exceso de ambición, su superioridad, sus alardes. No dejó de responder a ninguna muleta que le ofreció el Jumbo. A cada afrenta de Roglic y Vingegaard, sin equipo que le sostuviera, salía respondón el líder, siempre presente. El hombre delgado que no flaqueará jamás. Los alardes fueron comiéndole las reservas como un ejercito de termitas. Soberbio en el Galibier, penó en el Granon. Le devoró la montaña. Crucificado. Pájara. "He tenido una pájara. No sé por qué. Me han acosado mucho", explicó.

Pogacar, reventado, tras llegar a meta. Afp

Le abrió en canal Vingegaard, que a falta de cuatro kilómetros se puso otra vez las pinturas de guerra. No se dejó llevar por la prudencia. Refractario a la resignación. Probó otra vez a Pogacar, que seguía la rueda del fiel Majka. Entonces ocurrió lo imposible, algo distópico. El líder agonizaba. Majka aceleró y también dejó al esloveno. Problemas. Luces de emergencia. El ácido láctico en el paladar. Vingegaard olió la sangre. No se detuvo. Mordió con todo. El Tour se le escapaba a Pogacar, que entró en pánico. El mundo, al revés. A cada metro que avanzaba Vingegaard, el esloveno retrocedía, anclado, pedaleando frustración e impotencia. No había consuelo posible para él. 60 kilómetros antes aquello no parecía que jamás ocurriría. Pero las cosas cambian. Nadie vislumbra el futuro.

Medio siglo después de José Manuel Fuente, el Tarangu, alocado, atacando hasta el desmayo a Luis Ocaña, otro lunático, en el Galibier, el Tour se enajenó del todo a 60 kilómetros de la corona del Granon. Roglic y Vingegaard honraron a la memoria. Se desataron. Libres. Ráfagas de violencia contra Pogacar, el líder que aisló el Jumbo entre la hoguera del Télégraphe y el mito del Galibier. La perturbación como lógica; la valentía como modo de vida. Al abordaje. Thomas, el viejo y sabio galés, se unió a ese espectáculo.

OFENSIVA TOTAL

Era el notario de una ofensiva total contra el esloveno. Testigo de un pandemónium. Roglic y Vingegaard elevaron el tono. Sacudidas eléctricas. Descargas de pasión y coraje. Alto voltaje. Pogacar estaba hecho del material del que están hechos los sueños. Todo lo repelió. Inmune. El esloveno respondió a cada latigazo. Una y otra vez. Homérico. Colosos chocando. A cada afrenta, un golpe de autoridad. A Pogacar, exuberante y exhibicionista, joven al fin y al cabo, no le asustaba entonces la soledad. Entendió demasiado tarde todo aquello que estaba ocurriendo.

El Galibier era un cuadrilátero en un combate de pesos pesados. Boxeo salvaje. Manos duras. Al mentón. Baile maldito. Pogacar se defendió contraatacando. Aquel día Ocaña bramó. "Yo soy Luis Ocaña". Pogacar también habló con la voz de los campeones. No dejó dudas en esos pasajes. El Galibier, que es un gigante, 2.624 metros, no dio respiro en medio del fuego. Pura asfixia en una montaña eterna, un horno. Brutalismo cuando mengua el oxígeno y la arena se mete entre los pulmones. El Tour era una coloso en llamas a más de 2.000 metros. Pogacar no tenía ni una mano amiga, amputadas por el Jumbo. Le daba igual. El campeón contra el mundo. El ruido y la furia.

RESPONDE EL LÍDER

Rabioso Pogacar, camino a la Luna. El cohete esloveno, con esa manía suya de mirar hacia atrás, retador, dominador, se quitó de encima a Roglic, vaciado tras los fastos en el portal del Galibier, que es una letanía. Un paso de Semana Santa con saeta. De rodillas también Thomas. A gatas, Bardet. Vingegaard, el danés traslúcido, criado en la planicie y amante del calor, una anomalía, se vinculó a Pogacar. Compartieron la cima. El francés y el galés se engancharon en el descenso. A Enric Mas le aplastó la montaña. En el llano que conectaba el Galibier con el Granon, engordó el grupo. Entraron Roglic y otros tantos. Por delante de todos, aún respiraba Barguil, el último mohicano de la fuga que encendió la mecha de la traca de la etapa.

VINGEGAARD, A POR TODAS

Se alzó, imponente, el Col du Granon, un puerto casi inédito, de asfalto añejo, memoria antigua y carretera estrecha. Vía crucis. Un calvario que ahoga. Solo Chozas, en un escapada alucinante, lo descubrió en 1986. Aquel día Lemond enterró a Hinault, que buscaba su sexto Tour. Pogacar quiere el tercero. Roglic se despidió. Majka regresó a escena. Quintana, el colombiano alado, se mostró. El líder, aliviado. Con el esloveno hombreaban en la agonía Vingegaard, Thomas, Bardet y Yates.

Vingegaard, nuevo líder del Tour. Afp

Después de las apreturas del Galibier, Pogacar silbaba su buena fortuna y sonreía a cámara. Sobrado. O no. Pose. El líder y Vingegaard compartían plano y maillots cerrados hasta el cuello. Thomas, descamisado, Bardet, a dos aguas y Yates a pecho descubierto. A ellos les abrasaba el calor. A Pogacar y Vingegaard no les afecta ni el calor a pesar de venir del frío. Igual que Majka, un polaco al que le sienta bien el bochorno.

Bardet se agitó. Pogacar enarcó una ceja en una montaña de exigua vegetación. Pelada. La dureza descarnada. Vingegaard convocó a la historia. Aquí y ahora. Se hizo grande. El danés atacó. Pogacar, el inexpugnable, se encogió. De repente, le agarró el vacío existencial. Los adentros, en carne viva. Vingegaard le deshilachó el pasado año en el Ventoux. Pogacar entró en crisis. Sonámbulo. Estresado. Vingegaard, valeroso, no miró para atrás. Ojos cerrados. A tope. A morir. Todo o nada. Lo que era gloria para Vingegaard era pura miseria para Pogacar. Un Ecce homo. Perdió el gesto. El rostro. La pedalada. Desvalido.

LA SOLEDAD DE POGACAR

Todos le abandonaron. No solo Vingegaard. Thomas también se despidió de él. Gaudu y Yates se desprendieron de su presencia. Pogacar arrodillado. El campeón en su soledad. En la duda. Hacia el fondo. El diván. El hundimiento. Cerca de la nada. Vingegaard lapidó al esloveno, que era un fantasma vagando en la agonía, reptando por encima de los 2.000 metros. Pidiendo clemencia. El danés fue despiadado. Se acordó de las llegadas ajustadas en las que Pogacar giraba el cuello y le pellizcaba segundos. Aquello, ahora se sabe, era tics de inseguridad. Vingegaard clamó venganza. El danés se encaramó a la cima del Col du Granon, la cumbre del mundo. Desde allí mira a París Vingegaard, que reventó a Pogacar. Al fin humano.