Cualquier aficionado al fútbol que se precie debería valorar lo bonito e inolvidable que es viajar con su equipo. El poder recopilar postales no solo con victorias, sino con experiencias entorno a tus colores. Yo siempre recuerdo mis primeros partidos a domicilio con familiares en Madrid, con pantalón de pijama que me ponía mi madre por debajo del vaquero para el frío, mis primeros desplazamientos a Bilbao con la kuadrilla y, por supuesto, mi estreno europeo. La historia ya la he contado alguna vez. Era septiembre de 1998, acababa de terminar exámenes y teníamos organizado (o algo parecido, porque en mi grupo de amigos siempre ha prevalecido la improvisación) un viaje al sur con un colega. Nada más llegar a Donostia (yo estudiaba en Madrid), mi colega me cambió el paso por completo: “Nos vamos a Praga a ver a la Real”. El partido se jugaba el martes. No había casi tiempo. Yo no lo veía nada claro. Era sábado y el equipo de Bernd Krauss jugaba en Tenerife. El partido de los nuestros fue horroroso, lo que alimentó mi escepticismo para la aventura europea. En el último minuto, en una jugada aislada, empató Sa Pinto en colaboración con un defensa (al luso también le fumaban muchos registros como a Kubo). Se pueden imaginar el éxtasis en la celebración y los gritos enloquecidos de “¡Nos vamos a Praga!”.

Ahí empezaron los problemas. El tercer jinete en discordia se cayó pronto de la convocatoria porque tenía el pasaporte caducado y no podía hacer nada por trabajo. A mí me hizo mucha gracia hasta que se me ocurrió consultar la fecha en la que expiraba el mío. Caducado también. Fui a comisaría, me hicieron uno de emergencia y salimos en coche hacia la capital checa ya el domingo bien entrada la tarde (más de 1.700 kilómetros). Íbamos sin entrada y sin la certeza de poder conseguirla, eran otros tiempos. Ese día mereció la pena todo el esfuerzo, porque yo vi por primera vez en mi vida ganar a mi Real fuera, además con un 2-4. Pero a la larga, a posteriori, hubiese deseado una y mil veces haber sucumbido de forma clara y no haber pasado de ronda, ya que tras eliminar luego al Dinamo de Moscú, llegó el maldito envite contra el Atlético.

Nunca jamás un aficionado al fútbol debería correr el riesgo de perder la vida por ir a un partido con sus colores. Menos aún si es un hincha de bien, de los que solo van a divertirse y a dejarse la garganta arropando a su equipo. Esta última semana, tras entrevistar a Maider Goristidi, la extraordinaria y valiente mujer que organizó el viaje de la Peña Izar, y a Iker, el hermano de Zabaleta, le he vuelto a dar muchas vueltas al crimen. Sus relatos son desgarradores y te sumergen en un estado de impotencia y frustración del que es complicado salir. Yo me imagino a Aitor con la misma ilusión con la que preparaba yo los viaje con la Real, con los nervios con los que yo mismo viví las horas previas de aquel maldito duelo en el Manzanares o incluso como periodista antes de volar a Milán. Maider le definía así: “El viaje fue muy divertido. Cuando no conoces a la gente, siempre intentas entablar relación y Aitor era la guindilla. Enseguida vino donde nosotros, empezó a contar chistes y nos quedamos con él porque era muy salsero, en el buen sentido de la palabra”. Su hermano alucinaba con su sentimiento txuri-urdin: “Lo de Aitor era una pasada. Me ganaba por mucho. Tenía una pasión terrible. Cuando jugaba la Real fuera y estaba Aitor, el bar se petaba, no entraba la gente. Se ponía como loco”.

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Milán se tiñe de txuri-urdin Mikel Recalde

Aitor fue a Madrid con una mochila y con su sombrero de copa. Así era él y nada le define mejor. Iba al fútbol a divertirse y a disfrutar de su equipo. Me parece que Imanol ha dado en el clavo en el 25 aniversario de su asesinato: “No es una fecha para celebrar, pero sí para recordar”. Me temo que, a pesar de que la Real ha hecho todo lo posible por tener presente la memoria de su aficionado más icónico, la cosa no ha cambiado demasiado. Los periodistas en Madrid siguen sin llamar asesinato a lo que sucedió, un demasiado amplio sector de la afición del Atlético, que ahora además cuenta con la complicidad de las redes sociales para expresarse de forma aún mas cobarde e impune, continúa con su execrable y burdo ejercicio de buscar vomitivas justificaciones y, por si fuera poco, se nos cuela en la marmota tóxica y venenosa la afición del Betis, que cuenta con otra sección de lo más cansina, indignada después de que no les den entradas justo el día en el que volveremos a ensalzar sus memorias, cuando han permitido la entrada del grupo asesino de ultras fascistas en nuestra propia casa. Nos da igual pecar de egoístas en este tema. Todavía nos duele una herida que no ha cicatrizado un cuarto de siglo después y nadie ha sufrido tanto como nosotros con este asunto. “Yo siempre he defendido que Aitor Zabaleta somos un poco todos. El hincha sano, animador, con el sombrero, que podía ser cualquiera de nosotros”, sentencia Iker. Y lo que opinen los demás simplemente está de más. Es un cuestión nuestra. “¿Vale Roma la vida de un hombre bueno?”, se pregunta la hermana del César al final de Gladiator. La Real no y el fútbol aún menos, pero Aitor era un aficionado txuri-urdin, uno de los nuestros, dejadnos honrarle como merece y como creemos nosotros que debemos hacerlo. Lo que hubiese disfrutado con esta Real y con este viaje a Milán. Va por ti, Aitor. Como todas las victorias que logrará nuestro equipo desde aquel fatídico 8 de diciembre de 1998. Hoy volvemos a jugar con 12. ¡A por ellos!