“La situación es caótica una vez más”. Así solía entrar Tomás Guasch en El Mundo Deportivo un domingo cualquiera de hace más de 25 años a las 15.00 horas cuando todavía no había casi nadie en la redacción y la actividad era mínima porque apenas había nada que hacer. Lo hacía gritando y andando al ritmo de Groucho Marx. No me digan por qué, pero en una experiencia tan exótica y por momentos surrealista como las que estamos viviendo en la gira de Japón, no podía faltar a su cita un inesperado mensaje del mayor cachondo que he conocido en la profesión que, además, fue uno de mis mejores mentores y formadores. Su whatsapp me llegó a la 1.55 horas, cuando intentaba dormir desafiando el jet-lag y el cansancio, y era el siguiente: “Atienda” (único e inigualable). “Monster. Siempre con el Madrid en euskera sería Beti Madrilekin? ¿O falta el artículo?”.
Tras aclararle la duda, me preguntó si estaba de vacaciones y le contesté que me pillaba en Japón con la Real. “En Nagasaki”. “Yo soy más de Hiroshima”. Genio y figura hasta la sepultura.
La verdad es que me quedé pensando después que no podía ser casualidad que me escribiera después de tanto tiempo, además, para cuestión tan banal. Estoy seguro de que algo tuvo que ver en un contexto tan irracional como el que estamos viviendo o hemos vivido ya en Nagasaki. Uno de los temas que me quedan por tratar es el de la seguridad en las calles. Otro nivel. En este aspecto nos ganan enteros.
Apenas se ve policía por la calle y los que te encuentras están más bien protegiendo las calle de las obras que están realizando que persiguiendo malhechores. Si hace falta que se detenga una cadena de 100 personas para que puedas pasar sin correr ni el más mínimo peligro, lo hacen, e incluso te pueden acompañar mientras atraviesas la zona ante tu lógico asombro.
Cuentan que cuando se produce algún incidente y algún vecino les llama, cuando acuden a ver qué ha ocurrido son capaces de pedirte 50 veces perdón mientras te solicitan que te identifiques. Visto lo visto, me lo puedo imaginar, agachando la cabeza sin cesar, en una reiteración que me imagino que debe hacer las delicias de los fisioterapeutas. Pienso que será por eso que no paran de ofrecerte masajes en todas partes.
El tema de la seguridad es tan exagerado que el miércoles, cuando regresábamos a casa después de despedir Nagasaki la nuit, donde ya nos conocían las caras en las pocas calles con algo de ambiente que hay entre semana y donde te puedes encontrar de todo, hasta una chica bastante mona que tenía un escarabajo gigante recorriendo sus brazos como adorno (o mascota), decidimos regresar a casa en taxi.
Nos tocó nuevamente un jubilado cuando el pobre hombre debería estar descansando a esa hora en su casa, pero aquí se suele decir que son insaciables y a muchos les gusta trabajar hasta el último suspiro de su vida. Esta vez dimos un giro de tuerca inesperado y, como creíamos que era un Uber, en el que el camino está marcado de antemano, se nos fue la olla (de manera inesperada y sorprendente) y el señor arrancó sin saber cuál era nuestro destino. Hasta que de repente nos dijo algo que por supuesto no entendimos y nos dimos cuenta de que no le habíamos dicho a dónde íbamos con nuestro consiguiente ataque de risa.
Nada más subirnos nos confirmó que se podía pagar con tarjeta, pero con esta gente, uno nunca puede fiarse. Al llegar al hotel, primero descartó el pago con el móvil y después pasaba las tarjetas físicas por todos los lados y las formas equivocadas. La verdad es que tenía mérito, era imposible que atinase. Por fin Cuezva le ayudó y nos sacó la factura, pero cuando estábamos dentro del edificio salió del taxi corriendo y nos mostró que no se había realizado el pago. Como no teníamos dinero y no aceptaba euros, decidió subir sin separarse de nosotros hasta la séptima planta del hotel, donde estaba la recepción (sí, han leído bien, aquí las cosas funcionan así y no la pusieron en una de las porterías del estadio que tiene pegado de milagro), para asegurarse que le abonáramos los 10 euros de la carrera. Pero lo más fuerte de todo es que dejó el coche con su puerta abierta y en marcha. Y nos siguió tan tranquilo, con ese ritmillo especial que les caracteriza.
Se pueden imaginar la escena los que han seguido este diario. Si para que nos dejaran dos tenedores y dos cuchillos hubo que pedir casi un permiso especial a la ONU, la auténtica misión imposible, mucho más que cualquiera de las de Tom Cruise, era lograr que, tras entendernos y a las dos de la mañana, en la recepción nos prestaran dinero para pagarle.
La situación sí que era caótica una vez más, esta vez de verdad, hasta que, milagro, de la nada surgió The man, un recepcionista que sabía inglés y que, además, era bastante sensato hasta el punto de que logró desbloquear la situación.
Lo cierto es que yo fui prófugo de la justicia en Japón, como me sucede en Noruega, donde no pagué sin querer un peaje de entrada y una funcionaria me estuvo escribiendo cartas durante muchos meses, porque me tuve que bajar en marcha de la negociación al tener una cita con la verdadera joya de la corona. Los que han estado aquí saben a lo que me refiero. En nuestra tierra muchos le llamamos Roca, y aquí le ponen distintos nombres, algo que me parece normal porque se merecen esa cariñosa distinción (el de mi nuevo hotel en Yokohama se llama Toto).
Ese trono calentito cuando te sientas, con dos chorritos diferentes y, ojo, lo que descubrí ayer en unos que estaban en la planta de la recepción, la opción de darle a un botón con el signo de la música que en realidad es como para hacer ruido para evitar que te oigan en una llegada angustiosa y al límite como un elefante en una cacharrería. Lo sé y me disculpo, en escatología ando fuerte.
Cuando estaba encantado al mando de mi nave, de repente sonó el teléfono fijo de la habitación y casi lo cogí con la misma fiereza que el padre de Leonardo di Caprio en la desternillante escena de El lobo de Wall Street. Los cabrones de mis compañeros habían castigado mi fuga dando mi número de habitación para que asumiera la responsabilidad. ¿Me puede decir cuánto le ha costado?, me preguntó. No tenía ni idea…
Podía haber incidido en que habíamos cenado tartar de ballena, o que habíamos tanteado sin entrar los peores tugurios de la ciudad, pero al César lo que es del César, en el tema de seguridad y de higiene se encuentran en otra dimensión. Nada más despertar, el consejero Alex Uranga acudió al rescate al ejercer de buen samaritano para abonar el pago, pero cuando nos íbamos, al límite de la multa porque me había olvidado en la habitación la bolsa de los regalos de mi hija (Dios me perdone), la misma recepcionista de la noche (que no duermen, que solo trabajan) me siguió por la acera a grito pelado “Maikel, Maikel”, como si hubiese asaltado la caja fuerte del hotel. Un periodista siempre paga sus deudas. O no. Cosas de otro mundo. Del planeta Jabón....