Empezó la Real mejor que otras veces. Mucho mejor. Básicamente porque se colocó mejor sobre el césped. Cuando el equipo tenía el balón, Illarra se retrasaba, Granero se adelantaba y Canales se colocaba a la altura del madrileño, dibujándose una especie de 4-1-4-1 con el que resultaba mucho más sencillo apretar tras pérdida. Hasta ayer, cuando el rival robaba, tocaba replegarse. Anoche, en cambio, el espanyolista de turno tenía camisetas blancas y azules alrededor. Una novedad importantísima. Porque permitió a los txuri-urdin protagonizar de una vez por todas ataques en transición, ajenos a las ofensivas estáticas y a las posesiones estériles que habían monoplizado los tres primeros partidos.
Así nos adelantamos. Y así nos topamos luego de bruces con la teoría de la manta, esa que dice que en fútbol, si te tapas la cabeza, los pies quedan al aire. La Real estaba jugando diferente, algo más agresiva sin balón. Una bendición para los jugadores de ataque, con espacios de los que disfrutar cuando recuperas el esférico. Pero un problema para la retaguardia, que se encuentra más desguarnecida cuando el rival supera tu primera línea de presión. Salió cara con el 1-0. Salió cruz después. Un desajuste en la defensa, motivado seguramente porque el pasador tuvo más tiempo para pensar del que estaba siendo habitual en nuestros adversarios esta temporada, cambió el partido por completo. Penalti y expulsión. Reglamento bien aplicado. Reglamento injusto.
Con más de 45 minutos por delante y un futbolista menos, afloraron las evidentes carencias en la confección de la convocatoria. Markel Bergara es un futbolista de características únicas en la plantilla. Moyes puede elegir perfectamente dejarle fuera del once. Pero lo de sentarle en la grada ya es más discutible. Porque hay situaciones de partido muy comunes en las que puedes terminar echándole de menos. Yo lo hice anoche tras el descanso. Su trabajo nos habría venido de fábula. Aunque, todo hay que decirlo, la clave de la derrota no estuvo en su ausencia, sino en un compendio de concesiones al rival y mala suerte. Regalamos dos goles. Pero, si llegamos a empatar, a nadie le tenía que haber extrañado.