Zoco abierto. País de países. Lenguas vernáculas en el Congreso. Amnistía. Referéndum. Financiación autonómica. Federalismo o algo similar. Pedid y ya se os irá dando, parece pensar Pedro Sánchez mientras pasea poderoso y con unas gotas propias de engreimiento desafiante por Marrakech, escuchando una interminable retahíla de exigencias de sus socios necesarios. Tampoco parece preocuparle demasiado semejante parte de demandas, consciente de que estos voluntariosos acompañantes carecen de otra alternativa cuando se plantee el dilema de la investidura. A pesar de su derrota en las urnas, el líder socialista destila el aroma propio de un ganador para exasperación de un Feijóo incapaz de salir del bucle que le atenaza, posiblemente para mucho tiempo.

Es fácil imaginar el desaire que debe provocar esa imagen de Sánchez disfrutando plácidamente de los atractivos turísticos de la dictadura de Marruecos en las cocinas de esas familias de izquierda, entre ellas muchas de afiliados socialistas, que otro verano más han vuelto a acoger a niños saharauis. ¿Qué explicación rebuscarán estos solidarios anfitriones si uno de esos chavales tiene una pizca de curiosidad por la defensa de su tierra? El alto precio a pagar por el supuesto control de la migración magrebí y la contención a duras penas sobre Ceuta y Melilla hasta el siguiente arrebato del disoluto monarca. Para el presidente en funciones, sencillamente se trata de un tiempo de asueto aunque lo aproveche en un territorio siempre escabroso, todavía bajo el fantasma de un descarado espionaje para la propia seguridad del país al que representa, y que es interpretado sencillamente como otra más de sus sutiles provocaciones frente a las críticas que desoye por previsibles.

Los populares siguen tropezándose a cada paso que dan. Caminan atormentados todavía por las comprensibles secuelas del enorme batacazo asestado en las urnas a sus fundadas ilusiones de gobernar. La triste consecuencia de su pasmosa soledad política, más allá del refugio puntual y nada edificante que les supone el abrazo con la ultraderecha cada vez que quieren amarrar el poder autonómico. Les acaba de ocurrir en Aragón, donde han vuelto a doblar una vez más la rodilla. Un precio demasiado oneroso que les deja marcada una divisa política nada recomendable ante la fragmentación reinante en el tablero partidista.

Feijóo no tiene quien le escuche. La respuesta de Sánchez a la carta del presidente del PP rezuma desprecio. Se trata de un trato similar al que le proporcionarían todos los demás al otro lado de la derecha. Descorazonador. Ahora bien, le avalan 172 diputados ante el rey Felipe VII y es el ganador de las elecciones generales del 23-J. Ahora mismo, el candidato del PSOE no puede decir lo mismo, aunque lo presuma. Las exigencias de Vox, ante un hipotético Gobierno de coalición o de apoyo parlamentario, nunca serían tan desafiantes –y menos para la ortodoxia de la unidad patria– como las que aglutinarán Junts, ERC, EH Bildu y PNV y que ponen en alerta a los veladores de la sagrada Constitución. Quedarían las súplicas de Sumar, pero todas ellas caben en un dedal: a Yolanda Díaz le vale simplemente con seguir en La Moncloa para aplacar las embestidas que le aguardan sin remisión desde Podemos.

Para mayor desasosiego en la dirección de Génova, desde la sala de máquinas de Ferraz se han empeñado en aplicar el modo pausa de cara a las negociaciones de sus futuros compañeros de aventura. Una manera nada disimulada de enrabietar al contrario. También un mensaje intencionado para aplacar las ínfulas de los independentistas catalanes, tan decisivos esta vez en la suerte institucional de ese país que no quieren y desean abandonar llamado España. Sánchez juega, como el bíblico Esau, con un plato de lentejas. O las cogen y se avanza hacia un segundo mandato o las dejan y llega la repetición electoral, dirá a sus interlocutores, consciente de que tiene el cazo en su mano. Ninguna de las dos opciones le atemoriza. Esa es su gran baza cuando empiece a negociar, si no lo ha hecho ya por medio de Salvador Illa, su terminal en Catalunya.

En ERC no les llega la camisa al cuello. Han dejado de ser los ilustres invitados a la fiesta de las decisiones solemnes. Han quedado relegados a suspirar por la decisión de sus fraternales enemigos de Junts, hacia quienes se dirigen ahora todas las miradas, sobre todo las más morbosas. Tampoco hay prisa en Waterloo, donde Puigdemont sostiene complacido otro plato de lentejas para que, en este caso, solo elija Sánchez.