Duelo en la izquierda. Éxtasis en Génova. En este Madrid sahariano cada vez parece más claro que el cambio de ciclo toca irremediablemente a la puerta. Tras un debate de trama tabernaria, desenlace impensable y vencedor inesperado, nadie da ahora un duro por Sánchez. El presidente ha gripado en el momento más decisivo. Peor aún: su pájara escénica y dialéctica, sobre un escenario tan propicio supuestamente para él, ha descorazonado a quienes apostaban por voltear una campaña adversa con el uso de la bala de oro que, desde la arrogancia intelectual, asociaban a un cara a cara. Un fatal espejismo de difícil rehabilitación. Es evidente que Alberto Núñez Feijóo se imagina más presidente de Gobierno hoy que el lunes.

Para entender sin pasión el nuevo contexto sobrevenido, nada mejor que atender las voces –algunas desgarradas, otras eufóricas– de cada uno de los dos bandos, de sus respectivos trompeteros donde nadie se esconde. Cuando un tertuliano de descarado fervor socialista asume resignado que el principal error de Feijóo fue no mirar a la cámara adecuada en su despedida tampoco necesitas seguir buceando en la hemeroteca para palpar el ánimo destrozado en el PSOE. Cuando colaboradores entregados a la causa derechista irradian alborozo mofándose de los cuatro días de Sánchez preparando el debate para tan ridícula imagen, tampoco necesitas seguir escuchando algunas emisoras para conocer su impresión. Cuando oráculos engreídos que habían profetizado la víspera cómo estaban en juego hasta 700.000 votos de indecisos se ven obligados horas después a silenciar su patinazo, todos conocen la identidad del perdedor.

Quien haya acertado el pronóstico de este duelo que levante la mano y sea justamente vitoreado por ello. Por eso la derrota duele tanto entre los vencidos y aledaños. Se ha pinchado momentáneamente el globo de la remontada cuando se acariciaba y empezaba a crearse el estado de ánimo imprescindible gracias a las barbaridades de Vox. Ni siquiera el más pelota del presidente del PP –que nadie se suba al carro tras ver el reconfortante resultado–, lo podía imaginar. Todos en el círculo de poder de Feijóo suspiraban por un empate a los puntos sin encajar en el cruce de golpes rasguños de importancia –léase equivocaciones propias de memes– en el parte final de guerra. Tras las espinosas experiencias acumuladas en el Senado, jamás imaginó el aspirante que iba a encontrarse con un rival descompuesto tan rápido, carente de estrategia atacante y defensiva para cada vez que se terciara y sin esos golpes verbales tan contundentes y ocurrentes que deciden un combate dialéctico.

La onda expansiva del único debate que interesa de toda la campaña también deja otros heridos por el camino, más allá del atribulado Sánchez y de su equipo de colaboradores, prestos estos al despido por incapacidad manifiesta en su trabajo. Abascal emerge como uno de los principales damnificados por el efecto Feijóo. La ultraderecha, blanqueada institucionalmente ya en demasiados ayuntamientos y autonomías por el propio PP, queda tan relegada a un mal necesario que su colaboración parece apestar, al menos, hasta que se la vuelva a necesitar en la suma de mayorías. Hasta entonces, Vox asume sin decirlo, claro, que ha perdido muchos votos en el debate. Sería un desenlace afortunado para la democracia y el respeto a las libertades.

Además, para desesperación de la izquierda, la manida cuestión del voto útil ha vuelto a aflorar en beneficio de los intereses del PP por los réditos que aporta la consistencia de Feijóo, más allá de la exactitud de sus datos y de la ausencia programática tan finamente calculada, máxime cuando lo valora un público poco exigente y harto del sanchismo. Le hubiera ocurrido igual a Sumar en el otro bloque si Sánchez no hubiera tenido una noche tan horrible, tan lejos de aquellas intervenciones aguerridas cuando le querían lanzar por la ventana en Ferraz. Un indeseado efecto colateral que acerca a Yolanda Díaz a quedarse en un anodino terreno de nadie.