Superada la recurrente discusión sobre la libertad del autor para hacer la película y del Zinemaldia para proyectarla, queda el trabajo, y ahora será la gente, cada uno desde su propio criterio, la que decida si la ve o no; los censores sobran. Por si acaso, aclaro que yo no la he visto y confieso que no me llama la atención, aunque imagino que me la encontraré en el futuro. Por lo que se ha podido leer en las criticas y las crónicas de los que la han visto y más allá de la confesión que hace sobre su participación en el atentado que costó la vida al alcalde de Galdakao Víctor Legorburu, ya amnistiado, parece que la película apenas dice nada que no sepamos, ni contiene un punto de inflexión ético que contribuya a reparar a las víctimas o favorecer la convivencia. Urrutikoetxea se aferra al manual conocido para explicar a ETA, sin concesión a las víctimas y sin signos de autocrítica por tantos años de una violencia que se prolongó de forma inconcebible mucho más allá del contexto político en el que nació la organización terrorista. Nada que no pudiéramos esperar. Lo que llama la atención es el desengaño del dirigente de ETA con el resultado de la película y su explicación de que accedió a hacerla para transmitir a la sociedad española la naturaleza política del conflicto. Una pretensión asombrosa.