Hasta 1996, el balonmano español sufrió lo que ahora se denomina el síndrome del impostor. Es decir, tenía una selección que fue abriendo camino, cosechando pequeños éxitos como escalar del Mundial B al Mundial A o debutar en unos Juegos Olímpicos en Múnich 72. Pero que, sin embargo, no creía en sus aptitudes. No se atrevía a compararse con grandes potencias ni siquiera después de haber conseguido ganar primero a la antigua Unión Soviética, y después a Rusia o Suecia. Es decir, nunca tuvo ni la fe ni la confianza para llegar hasta el final. Para conquistar algo más que contados triunfos. Hasta que Juan de Dios Román se sentó en el banquillo estatal y revolucionó el deporte de la pega. Al técnico emeritense, que falleció el año pasado, poco le importó que España volviera siempre de Mundiales y Europeos con la cabeza gacha y los bolsillos vacíos. Y mucho menos le importó que para poder acceder a los Juegos de Atlanta'96 primero tuvieran que pasar por un preolímpico. Contagió su energía y su convencimiento a una Federación que pujó por el Europeo de ese año, ese que daría los últimos billetes olímpicos, y terminó acogiéndolo.

Era la primera vez que se albergaba en la península un campeonato internacional absoluto de balonmano. Y Román llamó a los mejores. Así que el recién nacionalizado español Talant Dujshebaev contó con una escolta vasca de excepción: el eibartarra Aitor Etxaburu, el irundarra Josu Olalla y el navarro Mateo Garralda. El combinado estatal fue quemando fases hasta que una victoria en semifinales ante Yugoslavia no solo les dio el pase a la lucha por el oro, sino también el billete a los Juegos de Atlanta. Es decir, luego, España perdió ante Rusia (22-23); pero poco importó porque subirse al segundo escalón continental fue todo un éxito. De hecho, con esa plata nació el equipo poderoso y medallista que continuó con su ciclo triunfante en la cita olímpica. Es más, para Atlanta, Román tan solo incluyó una novedad en su convocatoria: un Iñaki Urdangarín al que todavía se le reconocía solo por su trayectoria deportiva. El lateral guipuzcoano completó así la representación vasca que ya contaba con la potencia de Garralda, la seriedad de Olalla y el impecable desgaste defensivo de Etxaburu.

En esta ocasión, los dirigidos por Román ya no se sentían impostores. Pero el complicado grupo que les había tocado y el debut con derrota ante Francia (27-25) hicieron regresar a los demonios del pasado. Con todo, la siguiente victoria ante Alemania (22-20) volvió a crear unas esperanzas que se consolidaron con las goleadas a Argelia (20-14) y Brasil (28-17). En ese momento, España tenía pie y medio en semifinales, pero para dar el paso definitivo debía al menos empatar ante un Egipto que engañaba. Era mejor de lo que sus números contaban. La selección más potente de África. Así pues, costó, pero con un ajustadísimo 20-19, los de Román se mantuvieron con vida. Entonces se cruzó Suecia por el camino. Con el exbidasotarra Tomas Svensson, Matts Olsson y Per Carlem en sus filas, el combinado escandinavo iba tan directo a por el oro que asustaba. De hecho, aunque España consiguió irse al descanso uno arriba (11-12), Suecia consiguió darle la vuelta al marcador y dejar a los estatales a las puertas de la final.

Bronce

Etxaburu, Olalla, Garralda y compañía habían demostrado que podían competir cara a cara con los mejores del mundo, aunque ahora tocaba el turno de ratificarlo con una medalla olímpica. La de bronce. Enfrente volvieron a encontrarse con la Francia del debut, esa que les ganó de dos en el primer encuentro; pero esta vez la victoria caería del lado estatal. El 27-25 dio un bronce que supo a oro y abrió uno de los ciclos más formidables del balonmano estatal. Una época que siguió con una plata en el Europeo del 98, un bronce en el del 2000 y otro en los siguiente Juegos de Sídney. E, incluso, de esa medalla ante Francia nació una de las relaciones más mediáticas del momento, pues en su celebración se conocieron Urdangarín y la infanta Cristina de Borbón. Pero eso, desde luego, es ya otra historia.