REALIZAR un documental sobre quien filmara la pesadilla de un cerdo o abriera las efes de un violoncello en la espalda de una mujer solo puede lograrse siguiendo un camino azaroso como el que transita Oskar Alegría en La casa de Emak Bakia, que busca las huellas de Man Ray en su hogar de Biarritz y que se proyectó ayer en el Festival de Edimburgo.

Emak Bakia significa en euskera déjame en paz y así se llamaba la mansión de estilo rumano en la que el artista estadounidense dio rienda suelta a su vocación de cineasta en 1926, con 10.000 dólares de la época y la única condición de no someterse a ningún tipo de regla narrativa.

Su película acabó llamándose como aquella casa y La casa de Emak Bakia es el nombre del documental que la busca y la encuentra, que ha sido elogiada por la prensa escocesa por su heterodoxa propuesta y por su trabajo de hipnótica investigación, que sigue un patrón casi dadaísta en el que la poesía no se crea, sino que pasa por delante de la cámara.

"La realidad es fascinante, solo hay que saber mirarla", asegura Alegría". El cineasta español más atípico, Víctor Erice, ha dicho de esta obra que es "una película que le hubiera encantado a Man Ray", mientras Alegría trata de clasificar su inclasificable película diciendo que es un "ejercicio realista sobre el surrealismo", considerando que "la realidad es lo más surrealista que hay".

La casa de Emak Bakia es una foot movie, un viaje a pie por Biarritz en busca de la misteriosa mansión, pero que no sigue los patrones de la lógica, sino que se mueve según el salto de una liebre y se deja llevar por un guante arrastrado por el viento.

Un pastor de cerdos, párpados que se mueven como mariposas, el escritor Bernardo Atxaga o una princesa rumana prima de Nabokov, que fue campeona de tenis de mesa y escribió una tesis sobre el olfato de las hormigas, son algunas de las piezas que atrae el magnetismo de la cámara de Alegría, que debuta con este filme que ya se proyectó en el BAFICI de Buenos Aires.