Estaba yo tan contento con la familia y amigos en el Carnaval de Trintxerpe el sábado por la tarde. Como saben, la sátira encuentra en esta fiesta pagana un lugar idóneo para recrearse, dada la alteración de roles sociales que sin duda propicia. Todo vale por unas horas. Lo irreal se vuelve real. Quizá nos lo tomamos demasiado al pie de la letra, porque por un momento nos creímos que todo era auténtico, que nuestro equipo era profesional de primer nivel y que a las 20.00 horas nos jugábamos todo un descenso en el Monumental de César Benito. Nos metimos tanto en el papel que hasta hicimos sacrificios para llegar en plenas condiciones a la gran cita. A pesar de la permanente tentación por parte de colegas y compañeros de viajes de Champions, que no paraban de ofrecer copas (de las de consumir, no de las de levantar como la de para siempre), uno tenía claro que era el capitán y que tenía un rol protagonista reservado al asumir la responsabilidad de ser portero por la baja del titular.

Según nuestras cuentas, si ganábamos estábamos salvados. El rival no era sencillo, más o menos como un Atlético en la Liga, con solo dos derrotas en lo que llevábamos de curso. Su insultante juventud les delataba. El caso es que sacamos a relucir la versión pétrea de Imanol en enero y, con una estructura defensiva numantina, llegamos a los minutos finales con un heroico triunfo por 1-0. Pero ya lo saben, el fútbol tiene esas cosas. Todo puede cambiar en cuestión de segundos. Un disparo cruzado que desvía un defensa y el arquero, tras corregir su trayectoria en el aire, saca una mano espectacular con tan mala suerte que la introduce al fondo de su propia portería cuando en realidad pensaba que había hecho una parada a lo Arconada con el disparo del vallisoletano Minguela. Lo reconozco, Remiro se hubiera puesto las botas haciendo el uno por uno del encuentro disfrazado de periodista.

Pero lo peor llegó en el minuto siguiente, a pocos segundos para la conclusión del duelo. Un chut centrado, el balón se me escapa única y exclusivamente por la humedad y la falta de adherencia de mis guantes, bota, y sin apenas tiempo ni opción a la posibilidad de arrebatármelo, lo atrapo. En ese momento me arrolla un tren en forma de chaval que se pensaba que estaba jugando la final de la Liga de Campeones, al que además no veo ni venir y que me provoca un calambre en toda la espalda insoportable antes de empezar a retorcerme de dolor en el suelo que ni Le Normand o Merino en sus mejores sobreactuaciones. En poco tiempo paso de oír en la banda “pero si no ha sido para tanto” a, como no podía disimular lo mal que estaba, “oye, pues si que está fastidiado el portero, eh…”. A partir de ahí, el infierno. Casi no poder ducharme, evitar a toda costa reírme, pánico a toser o estornudar, no aguantar sentado ni de pie, un vía crucis para dormir, atrapar y consumir con ansiedad cualquier pastilla que se encuentre a mi alcance que pueda mitigar este drama, inhabilitado para vestirme solo… Bueno, el típico sainete del que se ha roto un par de costillas (hay diferentes criterios médicos, como en la Real) que, por cierto, no se lo recomiendo a nadie. Ni a mi peor enemigo. Los niños exploran los límites cuando van creciendo, Portu y Becker (como dice Olabe) exploran espacios a la espalda de las defensas y un contratiempo de este calibre te permite explorar tu capacidad para soportar el dolor.

Cuando te sucede algo así, se multiplica tu empatía y comprensión. En un momento en el que tenemos ganas de dinamitar el cuerpo médico txuri-urdin por la falta de información concreta sobre el maldito golpe y sus repercusiones que llevan por la calle de la amargura a Oyarzabal desde hace más de 20 días (no todo es culpa suya, ni el hecho de que ahora por fin haya aparecido una lesión), me gustaría reconocer la extraordinaria capacidad que tienen los realistas para soportar el dolor y competir si el equipo lo necesita. Ahí está el caso de Merino, al que se le salió el hombro en París y a los cinco días estaba marcando el gol de la victoria en Palma. El navarro llegó a jugar con cuatro lesiones distintas a la vez, un hito excepcional que demuestra su compromiso absoluto y que está hecho de otra pasta para soportar el dolor. O Zubeldia, el canterano que no conoció la camilla hasta que llegó al Sanse, que se pasó varias semanas el curso pasado jugando con el tobillo como una pelota, antes de ser titular hace poco con una gastroenteritis que le obligó a pasar por el hospital el mismo día de partido, y que en Son Moix aguantó como un jabato con la nariz medio partida. Con él ya no vale ni el manido “es de Azkoitia”, sino que empezamos a creer que estamos ante el verdadero Robocop.

Coincido en que es frustrante la política de hermetismo y, por qué no decirlo si lo reconocen ellos mismos, mentirijillas, muchas veces más propias de un colegio que de un club de fútbol, porque hoy en día en la elite se sabe casi todo, está todo aprendido y es casi imposible sorprender a alguien. Pero también creo que muchas veces, con la famosa cantinela de que en la Real están todo el día lesionados (en el resto de equipos sienten algo parecido, salvo por aquí cerca), nos olvidamos de que los nuestros son personas y, además, no personas cualquiera, sino auténticos titanes que lo dan todo y arriesgan su físico al máximo para ayudar al compañero y al equipo.  

Cuando salía del médico y fui a comprar todo tipo de productos dopantes para mitigar mi tormento, me encontré con un exportero de la cantera txuri-urdin que llegó a apuntar al cielo. Sus palabras me reconfortaron: “Mientras no mees sangre, todo bien”. Así son estos, conviven a diario con la tortura a su cuerpo. Su siguiente mensaje fue más contundente y poco original para todo lo que me han dicho en las últimas horas: “No entiendo muy bien cómo sigues jugando al fútbol. A mis amigos les digo lo mismo”.

De vuelta a la mascarada, lo que no he contado es que al final nos acompañaron los resultados el domingo, por lo que celebramos la salvación (yo sin abrazos, por favor), pero cuál fue nuestra sorpresa cuando el lunes nos comunicaron que había cambiado el formato y que el cuarto por la cola, o sea nosotros, también caía al pozo (el organizador es nuestra competencia, siempre con todo en contra). Ay, no hay que llorar, que la vida es un carnaval. Con lo bien que estaba yo en Trintxerpe. No me volverá a pasar. ¡A por ellos!