Hace tiempo que aprendí a no generalizar con casi nada en cuestión de fútbol. Por ejemplo, para mí, la afición de la Real es la mejor por muchas cuestiones que a mí me seducen y me llenan, como su fidelidad, su comprensión y cariño en la derrota, y su facilidad para desplazarse para arropar a su equipo pese a no ser demasiado bien acogida en la gran mayoría de campos de Primera. Pero soy plenamente consciente de que no es la mejor. De que muchos hinchas de otros equipos podrán sacar punta a varios defectos que seguro que tenemos y que ahora no me apetece entrar a valorar. La cuestión es que, como todas las aficiones de fútbol, contamos con nuestras particulares ovejas negras que de tanto en cuanto nos avergüenzan. Como sucede en todos lados, porque este deporte de masas se ha convertido en un semillero para que los inadaptados encuentren vía libre para dar rienda suelta a sus frustraciones recurriendo a lo único que saben hacer bien, la violencia. Una hora antes de que comenzara el partido contra el Leganés, sin venir a cuento ni mediar provocación, unos radicales a los que me niego a considerar como realistas, apalizaron a unos hinchas pepineros. Iban armados con barras de hierro y bates. Con eso queda todo dicho. Me da igual si eran los mundialmente temidos y famosísimos ultras de Leganés, conocidos en todos los océanos, y que mantienen una rivalidad encarnizada con la Real desde tiempos ancestrales. Estaban tranquilamente tomando algo y les atacaron.
Lo primero que tenemos que hacer es agradecerles esta caza al seguidor rival, que ya hemos denunciado en anteriores ocasiones, y que no me puede parecer más cobarde y vomitiva. Gracias a estos valientes matones, algún día, un aficionado realista recibirá una paliza cerca de Butarque. Porque esto funciona así y los del Leganés, que también tendrán a sus descarrilados, querrán vengarse por lo acontecido el sábado.
Les suena la historia, ¿no? Quiero recordar que, en vísperas de visitar el Calderón, en 1998, el grupo Bastión, una escisión del Frente Atlético, decidió intentar matar a un vasco para tomarse la revancha por el trato que recibieron en la ida y porque les apedrearon el autobús. Como hicieron los agresores de este fin de semana, no tuvieron reparos en elegir a una víctima fácil para asesinar a sangre fría al inolvidable Aitor Zabaleta, ese al que en pleno delirio algunos quisieron asociar con Jarrai para justificar de forma burda y canalla su apuñalamiento.
Qué quieren que les diga... No veo demasiadas diferencias entre unos y otros. Entre el que clava un cuchillo en el corazón o el que va con una barra de hierro para golpear en la cabeza a otro. Las dos pueden matar, aunque el puñal sea más certero. Algún día tendremos que lamentar una verdadera desgracia, que ya se rozó con tres pobres hinchas del Betis que estaban tomando algo en la Venta de Curro (en aquella ocasión, los que asociaron la cobarde agresión con que uno llevaba una bufanda de los ultras béticos eran los de aquí, no de los nuestros, que es muy diferente).
Por honor al bueno de Aitor y por las veces que la cloaca del fondo atlético mancilló a lo largo de muchos años su memoria con la connivencia del resto de la grada que no repudió los asquerosos cánticos que oían, no me da ninguna pena que la Real vaya a jugar por última vez esta noche en el Calderón. Bien es cierto que, después de que el club txuri-urdin denunciara los cánticos, estos han remitido y si se pone el choque caliente y algún malnacido recae, se suelen escuchar por fin silbidos de reprobación. Caprichos del destino el aita de Aitor falleció ayer; cuántos años de vida perdería por el dolor que padeció. Los que sufrimos in situ aquella maldita y congelada noche de noviembre de 1998 nunca podremos olvidar lo que sucedió ni, sobre todo, el ambiente de crispación que se formó cuando ya todo el mundo conocía que un hincha realista se debatía entre la vida y la muerte tras ser acuchillado.
Seguro que para los del Leganés heridos el sábado y sus familias, y con razón, la afición de la Real será despreciable para el resto de sus vidas. Y se equivocarán, porque no sabrán jamás lo mal que nos hacen sentir cuando salen de cacería estos impresentables. Por eso no hay que generalizar. La afición del Atlético es impresionante, una de las que más anima, capaz de ganar partidos por el clima tan asfixiante que genera en sus días grandes. Tengo familia, muchos amigos y gente a la que admiro, colchoneros (que no indios y demás modernidades) de bien, que no han tenido problemas incluso de reconocer el asco que les da su campo cuando les visita un equipo vasco. El Calderón pasará a la historia como uno de los estadios más míticos de la historia de Primera, con páginas legendarias como la consecución de toda una Copa Intercontinental. Aunque a la Real se le haya dado mal, o peor todavía, es justo reconocer que los partidos ante el Atlético en su estadio siempre han sido de los más atractivos y de los que más nos gusta ganar cada año. Para la eternidad quedará el épico cabezazo cruzado y picado de Kovacevic en la última jornada de la primera vuelta del año del subcampeonato, como una de las mejores postales futbolísticas de mi etapa en la ciudad madrileña.
Por eso me fastidia tanto que por culpa de unos indeseables se hayan cargado mi admiración y respeto por un templo que, para mí, ya siempre será la tumba de Aitor. Este sí que era uno de los nuestros, porque lo que le pasó nos pudo suceder a ti o a mí. Probablemente les ocurrirá lo mismo a los hinchas del Leganés golpeados, con respecto a la Real y Anoeta, pese al empate logrado por su equipo, gracias a estos justicieros de medio pelo. Sé que la Real tiene controlados por nombre y apellidos a todos los que, además de pegar fuera, luego acuden al campo. Solo quiero que les identifiquen y no les dejen entrar más en Anoeta. Que no pase como a orillas del Manzanares, donde varios de los cómplices del asesino de Aitor eran los que entonaban impunemente cánticos ofendiendo su memoria. Agur para siempre, maldito Calderón.