En apenas cuatro días se cumple un mes desde que se fuera la luz –en el pueblo se iba cada dos por tres en las tormentas de verano y siempre decíamos: “¡Se ha ido la luz!” y a por velas– y el populacho seguimos sin tener una mínima idea medianamente creíble de qué pasó y por qué. La clase política, comenzando por el presidente del Gobierno y sus ministros y satélites, no ha hecho más que lanzar suposiciones aquí y allá y acusar de manera más o menos velada que si a las grandes empresas, que si a Red Eléctrica, que si a las renovables, que si al sistema de distribución, que si a un ciberataque. Por ahora, ni una sola prueba contundente de las causas y sí mucha palabrería y declaración. Más bien, creo yo, la certeza de que se montará alguna comisión parlamentaria, la que tampoco servirá para aclarar gran cosa y de que puede que aquí pasen meses y meses y no den con una sola clave que nos pueda llevar a entender los hechos. Hace poco salió la última información periodística, que apuntaba a que había sido un experimento gubernamental para comprobar la capacidad de aportación de las renovables ante el posible fin de la aportación de energía nuclear en unos años. Así nos podemos tirar, ya digo, meses, si no son años.
Así y con la sensación de que es francamente complejo a estas alturas de la película creer a pies juntillas lo que te dicen, casi da igual ya venga de donde venga, puesto que absolutamente todo está por completo tergiversado por la guerra política sin cuartel a la que asistimos desde hace ya bastantes años. El ciudadano se queda sin luz, sin electricidad, sin capacidad de reacción, y lo que se le queda después de 30 días es el cosquilleo de que hacen con nosotros un poco o un bastante lo que quieren mientras que no levantemos mucho la voz. Es una sensación de no pintar nada y ustedes paguen sus facturas, cumplan su parte y a callar y a seguir, que son dos días.