esde comienzos de este turbulento siglo -no faltan voces que ya le adjudican el mérito de ser más nocivo que el anterior-, parece haber estallado en el mundo el arsenal de las pasiones, las emociones y los arrebatos, sentimientos que hasta hace poco formaban parte de nuestra esfera subjetiva. Uno de los terrenos más abonados para estas exacerbaciones anímicas es el de las acciones contestatarias, ya sean como reivindicación social, política, laboral, religiosa, incluso a la hora de reclamar libertad sin que por ello exista un sólido argumento que la respalde, lo que no obsta para que los participantes al acto, cargados de razón, se desgañiten hasta exprimir su última gota de bilis, a la vez que nos regalan impagables imágenes televisivas que oscilan entre el drama, la compresión y a veces la conmiseración.

Recuerdo una escena en televisión a las puertas del valle de los Caídos, días antes de que el dictador fuera exhumado. La Policía Nacional custodiaba la entrada al recinto, impidiendo que un conato de enfervorecidos asistentes accediera a la basílica. En mitad del tumulto, destacaba una mujer de mediana edad que forcejeaba con dos fornidos policías, como una Juana de Arco a la que arrastraban a la hoguera, junto a un coro de abucheos e insultos procedentes de la tropa de nostálgicos que la acompañaba. La causa de la algarabía era que, entre gritos y aspavientos espasmódicos, la envalentonada señora clamaba por su derecho a oír misa.

Quizá esta anécdota provoque sonrojo o hilaridad, pero, en esencia, no difiere mucho de esas otras protestas que llenan horas de televisión y encharcan las redes sociales, en las que furibundos manifestantes increpan a los poderes públicos mientras alertan al resto de la humanidad de conspiraciones globales, de la farsa del cambio climático, el fraude de las vacunas o el control de la sufrida ciudadanía de manos del nefando Bill Gates, según prescribe su vademécum negacionista. Y todo servido con una ruidosa parafernalia mediática de megáfonos, autobuses envueltos en eslóganes, banderas rojigualdas flameando en mitad de la vía pública y grandes dosis de irritación, como si fueran víctimas de una incomprensión colectiva.

Tampoco quedaría muy lejos de lo anterior esos insensatos alevines que no encuentran mejor diversión que surfear la segunda ola del coronavirus subidos en sus botellones, mientras se jactan de transgredir las normativas sanitarias, o peor, de increpar a los policías que les clausuran la fiesta con ardientes soflamas sobre el recorte de sus libertades, o de apelar a su derecho inalienable de emborracharse donde les plazca.

Todos estos valientes de medio pelo, protegidos por esas leyes que rechazan, no se manifiestan en ciudades de Corea del Norte o Afganistán, sino en una privilegiada parte de Europa Occidental, donde saben que el estado del bienestar y la garantía de sus libertades les permite poder decir una cosa y la contraria sin poner en riesgo su integridad física, incluso impugnar el propio sistema democrático del cual se valen para escupir su sarta de sandeces.

Pero lo grave de estos tiempos pandémicos, infectados de esoterismo, de idiotas a todo ritmo y de falsos profetas, es que, al abrigo del estado de derecho, circulan corrientes telúricas que utilizan el populismo como estrategia para reclutar a víctimas que huyen de la incertidumbre y la desafección. La crispación, esto es, la exaltación de las emociones en política y en casi cualquier espacio social, propia de épocas tumultuosas como la nuestra, es cada vez más común en sociedades golpeadas por una crisis económica cronificada y por las pifias políticas a la hora de afrontar la debacle sanitaria, que ya ha mutado en social, dando como resultado explosiones de resentimiento y frustración entre la población ante una extravagante estrategia sin rumbo. Valga como muestra el bochornoso show de las banderas el día 21 del pasado mes en la sede de la Comunidad de Madrid, entre un gobierno central envarado y una presidenta autonómica caprichosa, temeraria e incompetente, que se cree capaz de apagar el devastador fuego de la pandemia con una regadera.

Hasta el más miope distingue que el mundo se desliza a gran velocidad por una resbaladiza pendiente, donde las antiguas estructuras ya no sirven. Antes, la reivindicación y la protesta eran patrimonio de las clases populares. Ahora, la turbamulta callejera se ha convertido en un ruidoso espectáculo de bocinazos de coches de alta gama, airadas soflamas de sujetos engominados que increpan al Gobierno, arzobispos que se santiguan con estupor ante tanto desenfreno sicalíptico, o señoras embadurnadas en maquillaje que claman libertad mientras agitan banderas o aporrean cacerolas, quejas de una caterva que, teniéndolo todo, quizá sienta por primera vez en sus vidas que han perdido alguno de sus privilegios.

Pero sin duda el eco que mejor reproduce el sórdido ruido del populismo es el de Donald Trump, ese tipo narcisista, ególatra y antisistema sentado a los mandos del sistema. El pasado debate entre el presidente y el candidato demócrata Joe Biden desvela la magnitud de la catástrofe que se juega (nos jugamos) en esta cita electoral. De entrada, más que un combate dialéctico el enfrentamiento se convirtió en un intercambio de golpes bajos entre ambos púgiles, seguido de una retahíla de reproches personales, calumnias, descalificaciones e insultos de brocha gorda, con un moderador incapaz de impedir el cuerpo a cuerpo de los contendientes.

Lo frustrante de esta tramoya circense es que ocurre en un país que todavía guarda luto por la pandemia, con una profunda crisis económica, violentas tensiones sociales en sus calles y una extrema derecha enardecida que cuenta con el beneplácito del presidente de una nación como los EEUU que, hasta no hace mucho, se nos vendía como paladín de las esencias democráticas del mundo libre y en tenaz vigilante frente a los totalitarismos (vale reconocer que el fulgurante cine de Hollywood también ha contribuido a ello). Así las cosas, no le faltaba razón al agudo George Bernard Shaw cuando decía que la democracia es sólo un dispositivo para impedir ser gobernados mejor de lo que nos merecemos.