n estos días tan duros y extraños, en los que la vida se te ha puesto boca abajo, los sentimientos funcionan como una montaña rusa, con subidas, bajadas e, incluso, paradas, porque hay momentos en que parece que la vida ha perdido velocidad, de tan parecido que es un día al siguiente. No voy a reiterarme en la idea de que el coronavirus está sacando lo mejor y lo peor del ser humano, no hay más que asomarse a las páginas de los diarios (yo les prometo que estamos trabajando con seriedad y gran sentido de la responsabilidad para informarles de forma veraz y alejada de bulos) para comprobarlo. Pero también está consiguiendo hacernos salir del estado de letargo emocional en el que las prisas y un más que egoísta modelo de sociedad nos había confinado, verbo tan repetido en las últimas semanas. Ya no me sorprendo si me pongo a llorar, porque sí, porque noto un nudo en la garganta cuando pienso en tantos adioses sin despedida, en tanto miedo en soledad... Lloro echando en falta a mi ama, con la que hablo a diario pero a la que no puedo visitar. Y soy consciente de cuánto la quiero y la necesito. Es mi madre. Las madres, padres, aitonas y amonas de muchos se están yendo y nos quedamos sin sus abrazos, sus historias, sus vivencias. Por ellos y por nosotros etxean geratu.