No fue excepcional

– Entre 1960 y 2015 –es decir, apenas ayer– en Navarra se produjeron más de 1.000 casos de tortura sobre 891 personas. Lo acaba de documentar el Instituto Vasco de Criminología a requerimiento, valiente y necesario, del Gobierno de la Comunidad Foral. No se trata, ni lejanamente, de una cifra caprichosa lanzada por elevación. Detrás de los datos, que además de remover las entrañas, marean por lo exhaustivo y detallista, hay un arduo y riguroso trabajo de una institución reputada siguiendo protocolos homologados en el mundo civilizado. Todo, después de haber escuchado minuciosamente centenares de testimonios en primera persona de quienes tuvieron la mala fortuna de caer en las garras de uniformados de distintos cuerpos que se pasaron por el forro los derechos más básicos de los detenidos o retenidos. Ojalá estuviéramos hablando de una práctica esporádica llevada a cabo por incontrolados o justicieros que iban más allá del deber. Compañeros y mandos estaban al corriente y miraban hacia otro lado, cuando no alentaban el maltrato como forma de obtener información o, directamente, cobrarse venganza.

Negarlo todo

– Aunque en este minuto confieso que todavía no he escuchado las reacciones al fondo a la derecha, me cuesta poco imaginármelas. No dudo de que serán un calco de las que siguieron al correspondiente informe sobre malos tratos policiales elaborado y difundido por la misma institución en la demarcación autonómica en 2017. En este caso, se daba fe de 4.113 episodios de tortura entre 1960 y 2014. Los sindicatos de todas las policías señaladas y el ultramonte político mediático se revolvieron visceralmente ante el feo retrato que les devolvía el espejo. Ni siquiera tuvieron la inteligencia de negar la mayor parte de los casos y asumir como ciertas algunas excepciones. Enmendaron la totalidad, como si no viviéramos en una comunidad pequeña en la que todos tenemos familiares, amigos o conocidos a los que les han inflado a hostias en un calabozo.

Impunes

– Cualquiera se hace cargo de la dificultad de aceptar una realidad tan terrible. Incluso, de la tentación justificatoria por parte de quienes sufrían el acoso sin cuartel del terrorismo sin lugar a invocar garantías jurídicas. Pero, igual que no debemos dejar de denunciar a quienes siguen sin reconocer que matar, secuestrar o extorsionar fue injusto, tampoco podemos contemporizar con los servidores públicos que no dudaron en maltratar sádicamente a centenares de personas sabiéndose –he ahí lo desgarrador– totalmente impunes.