Lo peor no es ser gerente de un hospital, hacer salto de pértiga en la lista de espera, remangarse la camisa y recibir sin que a uno le toque ese pinchazo milagroso que anhelan millones de paisanos. El chanchullo, claro, provoca indignación y multiplica los tacos, y a mí me resulta vomitivo e inexcusable. Sin embargo, pícaros los ha habido siempre y al menos ahora lo son para esquivar a la muerte. Quiero decir que, tras esa mano en el cazo de las vacunas, late una pulsión muy humana, el eterno egoísmo del sálvese quien pueda. Constatarlo, por supuesto, no blanquea el pirateo, pero lo sitúa en un ámbito personal más que público, o sea, que habría que verse en esa tesitura, y en esa poltrona, antes de sacar la guillotina. Lo recalco por tercera vez: ni por esas se justifica la trampa, que me parece asquerosa y miserable.

Y, aun así, para mí lo más grave no es obrar de esa forma y saberse uno canallita, sino hacerlo y creerse que es lo justo, lo lógico, lo normal, lo que corresponde por galones o quinquenios. Repele mucho la cara de Faemino tras colarse en la fila del cine, pero lo que en serio asusta es su atónita sorpresa ante el cabreo de Cansado. Y ahí encuentro yo la dimensión social y política de este asunto, en esa ceguera que a menudo causan décadas de estar montado en el machito. Porque alrededor de todo poder, y a su sombra, crece una neblina que a nada que uno se acostumbre corre el riesgo de olvidar que hay vida más allá de las dietas, y alguna verdad detrás de la demagogia. Tomar al país por un oasis es un pecado venial. Lo peligroso es pensar que el oasis es tuyo.