n esta dramática situación que estamos viviendo, parece lógico que cuando una institución, cualquiera de ellas, adopta una decisión, la gente se apresure a enterarse a ver qué hay de lo suyo. Lo que sucede es que lo suyo (lo mío, lo nuestro) no siempre es equiparable. No es lo mismo no poder pagar la renta de un comercio que las kokotxas del viernes en la sociedad; la ansiedad que produce un ERTE que se prolonga demasiado tiempo que el hamaiketako del jueves en la sociedad; las lentejas de todos los días de una familia golpeada por la pandemia que los callos de la afari-merienda en la sociedad. Afortunadamente no es lo mismo.

Con una hostelería agonizante, un comercio al borde del cierre definitivo, decenas de miles de puestos de trabajo perdidos para siempre en muchos sectores, una inmensa incertidumbre sobre el futuro de infinidad de familias y un sistema educativo, sanitario y asistencial al límite, que algunos representantes de sociedades gastronómicas hayan sentido la necesidad de salir a la palestra para hablar de injusticia y de discriminación sobre su cierre temporal produce una enorme desazón, mayor aún cuando se invita al sector a sumarse a la pataleta. Supone una preocupante falta de empatía y de solidaridad ante una situación extrema. Un egoísmo que causa zozobra.

Hay momentos en la vida en los que es preferible mantenerse en un discreto segundo plano, aunque se tenga razón. Morderse la lengua, aunque se tenga razón. No pretender un protagonismo que corresponde a los que verdaderamente lo están pasando mal, aunque se tenga razón. Somos muchos los miembros de sociedades gastronómicas que pensamos que nuestras chuletas y vinos pueden esperar. Muchos los que preferimos que, con todo lo que está lloviendo, nuestros dirigentes no pierdan demasiado tiempo en nuestros caprichos y en discutir con nosotros.