Causa furor en determinada orientación política la ya clásica teoría del análisis económico del Derecho, ahora extrapolada al ámbito de la distribución territorial del poder político en España. El objetivo encubierto bajo el manto de un tecnocrático lenguaje es aportar sustento argumental al giro recentralizador que ha caracterizado a toda esta legislatura. Y, como era de prever, lo que en su momento fue café para todos se traduce ahora en una demonización de todo el sistema autonómico, haciendo “tabula rasa” y asignando corresponsabilidad compartida o mancomunada a todas las comunidades autónomas, sin excepción.
Si esta inercia se materializara, se cometería un nuevo error histórico, tan enorme como el que en su momento supuso la construcción de un andamiaje institucional autonómico sin sopesar sus derivadas ni atender a criterios de racionalidad, y que en este caso se concretaría en utilizar esa red pelágica de la “optimización” del sistema para concluir que también Euskadi debe pagar los platos rotos por otros y debe quedar jibarizada en su estructura de autogobierno por el “bien común” de una España más eficiente, más sólida, más sostenible.
Hoy día, con el fenómeno de la globalización, los Estados son demasiado pequeños para los grandes problemas y demasiado grandes para los problemas cotidianos, pequeños, para la gestión diaria de la res publica. Tras comprobar la cicatería con la que los sucesivos gobiernos españoles han contemplado nuestra coparticipación en asuntos europeos y la ausencia de una verdadera comprensión de los que implica el proyecto de la Unión Europea en su dimensión descentralizadora -principio de subsidiariedad-, no puede sonar más populista y hueco, por vacío argumental y de contenido, el argumento esgrimido desde esas tesis recentralizadoras teñidas de nacionalismo español.
Mirando a Europa, esta nueva construcción teórica afirma que mientras los grandes países europeos pasaban a convertirse en una especie de provincias de un nuevo Estado (Europa), para asegurar el futuro económico y social de sus pueblos, España continuó un proceso contradictorio con las obligaciones que había asumido como socio de un proceso de integración política y económica. Y generó, en paralelo a la creación de nuevos órganos y funciones supranacionales con sus costes correspondientes, una estructura territorial inadecuada e inviable económicamente que desarrolló una fragmentación legal contraria a los fundamentos económicos y al régimen constitucional comunitario.
La solución para los defensores de esta argumentación es sencilla: que todas las competencias recaigan en el Estado; que entre el Estado (español) y Europa no haya nada, ninguna estructura política intermedia. Otra vez, según este argumento, sobramos todos, por supuesto Euskadi también. La resabiada doctrina del agravio se impone bajo un perverso interrogante que trata de reforzar su tesis y que se concreta en preguntar por qué debe admitirse la pervivencia de ciertas comunidades y no de otras.
Esta dosis de demagogia se completa con otro invento argumental que despierta fervientes admiradores, ubicado en la comprensión de que la riqueza y pluralidad legislativa y competencial son un obstáculo y un problema a eliminar: así, se afirma que ese laberinto legislativo y competencial tiene un efecto disuasorio para la inversión extranjera y representa un freno para la competitividad y la creación de empleo. El fundamento se completa con un interrogante que representa un monumento a la hipocresía política: ¿Quiénes tendrán razón -se afirma sin rubor-, los dirigentes democráticos de las naciones de mayor progreso de Europa -se refiere, por supuesto, a Estados- que han sacrificado su soberanía y sus atribuciones, o nuestros políticos interiores que intentan ampliarlas? Y se insiste en la generalización interesada y capciosa, al cuestionarse -refiriéndose a los dirigentes autonómicos en global- que si han demostrado hasta la saciedad su incapacidad para diagnosticar y resolver los problemas sociales y económicos presentes, ¿por qué tienen que gestionar mejor un futuro que desconocen?
La realidad es que el café para todos, ese inconcluso, abierto y ambiguo sistema autonómico español elaborado en el título VII de la Constitución más para sumergir bajo la horizontalidad competencial a nacionalidades históricas como Euskadi que para dar respuesta en ese momento a las, por otra parte, inexistentes tensiones y problemas territoriales en el resto de las viejas provincias españolas, se ha acabado convirtiendo en un sistema obsoleto, ineficiente, ruinoso para los ciudadanos y fuente de escándalos continuados al aflorar, sin descanso, todo tipo de casos de despilfarro de recursos, de corrupción y de incompetencia.
Pero de eso al menos no somos responsables los vascos. Pretender bajo esta argumentación segar nuestro autogobierno supondría dejar sin base ni reglas de juego el sistema político. Y sin sistema no hay pacto, ni bilateralidad, ni convivencia, ni concordia. Ese error histórico, la quiebra del autogobierno vasco, desplazaría a la sociedad vasca hacia la meta de la independencia, de la unilateralidad, de la ruptura democrática.