Medio año se ha cumplido ya del asalto de Hamás y la respuesta de Israel, y pese a la magnitud de la tragedia, como siempre parece que ocurre en esta parte del mundo, el conflicto ha entrado en la misma espiral infinita que lo mueve desde hace siete décadas. La réplica breve y veloz que ordenó Netanyahu para escarmentar a los agresores y rescatar a los rehenes ha sido un fracaso y su gestión de la guerra solo ofrece muerte, hambre y destrucción. No hace falta que el derecho internacional resuelva para concluir que lo que está perpetrando Israel en Gaza son crímenes de guerra. Ese principio básico con el que se protege de sus declarados enemigos (“dañaremos a quien nos dañe o planee dañarnos”) ha rebasado todos los límites admisibles incluso para Israel, cubierto por ese margen que le concede lo ocurrido con el pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial y la permanente amenaza a su seguridad. En ese Israel que ataca indiscriminadamente, que mata a niños y niñas, que emplea el hambre como arma de guerra, que acapara territorios en contra del derecho internacional o que humilla y desprecia a los palestinos por el mero hecho de serlo, es imposible reconocer el rastro del pueblo que fue destruido en Europa y necesitó un hogar seguro.