Quienes tuvimos la suerte de asistir el pasado miércoles a la proyección de la película Los reyes del mundo, que se llevó la Concha de Oro del Zinemaldia, no solo vivimos una historia que a muchos nos gustó. Ya antes de la proyección comprobamos la ilusión de los cinco protagonistas por hallarse en un gran cine, lleno de personas que iban a contemplar su trabajo, y gesticulaban felices e impacientes. Tras la película, los aplausos atronaron en el Kursaal mientras la luz señalaba al equipo de la cinta colombiana con los cinco chavales abrazándose, saltando y llorando de emoción. Los que aplaudíamos no sabíamos aún nada de ellos, pero era evidente que sus personajes no eran una ficción inventada por un guionista. Ellos eran ellos. Al menos en parte, como después hemos podido saber. Y cuando inhalan cola en medio de la selva colombiana, por ejemplo, lo hacen con la maestría del que no está actuando. Las tres tandas de aplausos sentidos del público no eran solo para la película, que también, sino para esos cinco críos de Medellín, varios de ellos residentes en la calle. Con la emoción aún en el cuerpo, leí las críticas de la cinta al día siguiente y me chocó que no fueran buenas. Supongo que el jurado del premio también sintió la humana realidad que traspasaba una película poética.