Algo fatigado de tratar de buscar cada semana un titular impactante que atraiga al lector o lectora, he estado tentado de titular el presente artículo con un sonoro “Otoño, entzun, pim-pam-pum!” haciendo alusión al sonido de las escopetas de caza. Pero no es este juntaletras, aunque muchos piensen lo contrario, amigo de las polémicas estériles y el ruido mediático gratuito, así que en pro de la discreción y la prudencia me la he enfundado (la idea) y he optado por este no menos marcial encabezamiento que trata de reflejar ese cosquilleo que sentimos los amantes de la caza en plato cuando llega el penúltimo mes del año.

Y es que no sé a ustedes, pero un servidor, según llegan los fríos y las heladas, empieza a sentir en el estómago un pequeño vacío que no se llena hasta que se sienta a una buena mesa para disfrutar de un plato humeante de caza acompañado de la preceptiva botella de vino tirando a clasicote. Y si el rito se lleva a cabo con una buena compañía, tanto mejor, aunque el disfrute de la caza, por aquello del chuperreteo de los huesos y el pringue digital, es práctica que también se goza, y mucho, en la intimidad, pertrechado de una hermosa servilleta a modo de babero, rindiéndose a la gula y al onanismo gastronómico más canalla.

Lamentablemente, con la caza está pasando lo mismo que con la casquería o los platos más tradicionales: que por mucho que los cocineros y cocineras canten a los cuatro vientos, sobre todo cuando son requeridos por los medios, su amor incondicional por la cocina ancestral, de puchero, de cuchara, de toda la vida, y se autoconfiesen herederos del arte y teoría de Escoffier, Brillat-Savarin o las sacrosantas abuelas, la terca realidad nos muestra que cada vez son menos los establecimientos en los que nos podemos reconciliar con los sabores de nuestra infancia. Sea por la dificultad intrínseca de ejecutar esta cocina, por el cambio de hábitos, o por una tendencia emergente (y me atrevería a decir, interesada) por parte de algunos gurús culinarios y mentideros gastronómicos de desmitificar e, incluso, ridiculizar la tradición, el caso es que cada vez es más difícil darle una pequeña alegría a nuestra memoria gustativa.

Por ello es gratificante encontrar propuestas como los dos locales que reseño esta semana, dos modelos distantes conceptualmente pero con más puntos en común de lo que pudiera parecer a primera vista. Dos restaurantes en los que, a pesar de su innegable elegancia, el postureo y la tontería quedan relegados a un segundo plano dando la debida preminencia a lo que de verdad importa en una casa de comidas: lo que sale a mesa en el plato, ni menos ni más. 

Gurutze-Berri: una vida

56 años avalan a este templo de la caza y la tradición, los mismos que ha cumplido este año su actual chef y responsable, Xabier Zapirain, que nació el mismo año en que su padre, Xabier, abrió este imponente hotel-restaurante en asociación inicial con el recordado Luis Irizar.

Gurutze-Berri nunca se ha rendido a modas o tendencias huecas y ha sabido adaptar su cocina a los tiempos manteniendo los pies sobre la tierra y combinando la más rabiosa tradición con guiños innovadores como fue la creación, en su día, de su plato más emblemático, la ensalada de perdiz escabechada, que sigue siendo un icono gourmand y gulesco indiscutible.

Este establecimiento ofrece, diariamente y hasta el 7 de enero, un imbatible menú de caza que por 60 euros incluye croquetas de pato salvaje, terrina de corzo con cebolla confitada, ensalada de perdiz con huevo de codorniz, paloma torcaz en salsa, medallón de ciervo cumberland, torrija con mousse de avellana, crianza de Rioja Alavesa y café. Supérenlo si se atreven.

Jauregibarria: canalla y gozón

A pesar de la aparente seriedad de su propuesta, Beñat Ormaetxea es un francotirador culinario, canalla y disfrutón, rebelde y ácrata, que concibe la cocina como una trinchera desde la que resiste al invasor practicando una “re coquinaria” apegada a su terruño y su concepción, personal e intransferible, del gusto (el bueno, por supuesto).

Fiel a esos principios, este irreductible zornotzarra ha apostado siempre por la cocina cinegética incluyendo en su carta un menú de caza que varía con el tiempo pero se mantiene activo todo el año, una apuesta atrevida y radical que ha sido premiada con el aplauso y la fidelidad de una clientela variopinta y agradecida.

Su menú Ehiza, facturado a 75 euros (bebida aparte), cuenta con 11 pases (cuatro aperitivos, cinco platos, postre y petit fours) entre los que actualmente brillan con luz propia propuestas como el embutido artesano de caza mayor elaborado en casa, la codorniz escabechada en ensalada con quinoa, brotes y encurtidos, el pichón braseado con paté de sus interiores o la carrillera de jabalí al Rioja Alavesa. Todo un festival.