La Vuelta entró en el túnel del viento, por fin lejos de las montañas, que tanto han agitado la carrera. Se descorchó la Vuelta en Arrate, Aralar y la Laguna Negra, territorio de leyendas varias, donde resplandeció la burbuja dorada de Primoz Roglic. Fuera de su latifundio, con los favoritos en sus marcas, la carrera giró para adentrarse en la velocidad, empujada por el viento, que le dio reprís a una jornada que galopó en la planicie con las prisas propias de los viernes, cuando todo se recoge apresuradamente como un saludo incómodo. Tanta prisa asustó al líder. "Los últimos veinte kilómetros fueron súper rápidos y pasé algo de miedo".

La Vuelta empuñó la maneta del gas para acceder a Ejea de los Caballeros desde las piedras próximas a la murallas de Numancia. Sam Bennett, maillot verde del Tour, enganchó la victoria remontado a Jasper Philipsen, aunque el velocista irlandés reconoció que tuvo dudas porque trazó mal, por fuera. Eso le retrasó. Su esprint fue más largo que el de su rival. Recorrió más distancia, pero llegó antes.

Bennett reivindicó el esprint después de tres jornadas observando los cuartos traseros del pelotón, penando entre cimas que a él le parecían un Himalaya tras otro. Al fin en el pasillo de su casa, Bennett resolvió frente a Philipsen, que se disparó a la distancia de un francotirador. Gatillo fácil. Su bala, que parecía la certera, se quedó corta. Murió antes de alcanzar la diana. Bennett era un misil que atravesó el viento y dejó sin celebración a Philipsen, que tenía el triunfo en la mano pero se le escurrió. Bennett se lo arrancó y empuñó el cielo. Después se autohomenajeó celebrando la conquista con el dedo al viento.

El irlandés triunfó en una jornada relámpago, con una media por encima de los 49 kilómetros por hora. El pelotón pisó a fondo el acelerador. Las dos primeras horas se cubrieron a 51,2 km/h. Todo era huir, todo era atropellado. El viento llevaba al pelotón en volandas. Pero el viento, con ese deje traicionero, capaz de arremolinarlo todo e invocar al caos absoluto, era una amenaza. Por eso los corredores observan las ráfagas tratando de adivinar sus caprichos. Zahoríes del viento. Cazadores de corrientes.

En ese escenario de tensión, asomó la determinación del Movistar. El equipo, que siempre tiende al conservadurismo, se ha desatado en la Vuelta. El triunfo rebelde de Soler en Lekunberri ha revitalizado al grupo, que cuando el viento disparó de costado quiso acribillar el blindaje de Roglic. El Astana, dispuesto a la guerrilla, se sumó al abordaje. El Ineos de Carapaz también se personó para desarticular al Jumbo, la fortaleza de Roglic. El líder y los suyos bailaron con el viento hasta que Eolo se calmó.

Una señal del cielo para los fugados, Willie Smit y Jesús Ezquerra, Luis Ángel Maté y Harry Tanfield. Los cuatro perseguían un imposible, los lugares comunes de las escapadas frente a un paisaje limpio, ideal para la caza. La manada de lobos de Deceuninck no tardó en merodear a los fugados antes de componer el mosaico del esprint. Philipsen trató de sabotear el ballet de la formación de Sam Bennett. A punto estuvo de hacer tropezar la coreografía, pero el irlandés, potente y poderoso, remontó a tiempo. En un día repleto de prisa, Bennett aceleró la Vuelta.