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En un ejercicio de ciclismo-ficción, la revista francesa Vélo Magazine se proyecta en su número de diciembre hacia el futuro. Da un brinco de siglo y medio. En 2170, narra Meddy Ligner en uno de los artículos, el Tour será un duelo entre Attila o el robot XP-34Z5, y Pavel Kuznetzov, el campeón humano. Correrán en un paisaje spielbergriano. Sobre estrechos raíles que se sostienen en el aire y bicicletas que ya no son de carbono, sino de un material más ligero, y avanzan sobre ruedas que son aros de luz; los ciclistas llevan cascos de astronauta y trajes integrales ajustados. ¡Bah!, solo es ciencia ficción.

Cualquiera podría haber dicho lo mismo en los años 30, 40, 50, 60, incluso los 70 y casi los 80, si le hubieran contado que el Tour podría salir algún día de Tokio o de Qatar, lo que puede ocurrir en la próxima década. O que los fabricantes de bicicletas, explotado ya el carbono, buscan un nuevo material con el que vestir estos maquinones que ya no tienen cables, salvo los de los frenos y espera, porque no hay quien se imagine ya un profesional sin cambio electrónico (la clásica Campagnolo ha asentado este año su modelo tras 20 años de estudio para emparentarlo al de Shimano). O que el ganador del último Tour viene del MTB, un deporte que explotó en EEUU en los 90, y el campeón del mundo es un chico inglés criado en la pista, de donde viene también Wiggins, que aspira a ser el primer británico en entronizarse en París, lo que también sugiere, sí es ficción, que un campeón de BMX pueda llegar a serlo algún día en la ruta. Lo del Tour Down Under, el de Pekín, el de California, Utah o San Luis y la vuelta al mundo ciclista, algo ya muy asumido, también sonaría surrealista hace unas décadas. Y es lo que hay. La expansión que propugna la UCI como fórmula de negocio convierte al ciclismo, un deporte viejo, en el único que ha avanzado en el proceso de creación de nuevos eventos. El ciclismo se ha inventado competiciones. Dicen que por necesidad antes de la asfixia, aunque lo clásico vertebra aún el deporte de la bicicleta, que gira irremisiblemente alrededor del Tour, las grandes clásicas, el Mundial y, aún resisten, el Giro y la Vuelta.

"La globalización", insiste de todas maneras Pat McQuaid, presidente de la UCI, "está funcionando muy bien porque el ciclismo está emergiendo en otros continentes". Más allá del escenario, la internacionalización se refleja en el mosaico del World Tour, la liga elitista zurcida con los retales del fracaso estrepitoso del Pro Tour. Pertenecen a él 18 equipos, ninguno más poderoso que el RadioShack-Trek que mezcla a los chicos de Bruyneel con los portentos del Leopard, un equipo financiado por un multimillonario que no ha encontrado patrocinador durante toda la temporada pese a tener en nómina a los hermanos Schleck o a Cancellara. Es tan enigmático el asunto como que una marca de bicicletas, BMC, pueda meter en el mismo maillot al ganador del Tour, Evans, y al terrible Philippe Gilbert. El Sky, que ha reunido a Cavendish, Wiggins, Froome y Boasson Hagen bajo la misma bandera inglesa, es otro de los colosos del pelotón para 2012. Como el Omega Pharma-Quick Step: Tony Martin, Leipheimer, Chavanel y Boonen. Al Movistar le hace temible el regreso de Valverde y su sentido gremial que encarnan tipos como David López. Y al Katusha, el desembarco del gran Freire y Menchov. Mientras, Liquigas, Euskaltel, Lampre, Lotto, el Rabobank más holandés de los últimos años, o Astana mantienen su jerarquía. El Saxo Bank gira casi exclusivamente en torno a Contador, el mejor ciclista de estos tiempos.

A ninguno de ellos, de todas maneras, se refiere McQuaid cuando habla de la internacionalización de los equipos, un proceso antinatural porque es la propia UCI la que lo ha acelerado con su sistema ininteligible de puntos que aseguran la presencia, y la vida, en el World Tour.

Así, una de las piezas más codiciadas en el mercado de otoño era un iraní, Mehdi Sohrabi, que nadie conocía pero que tenía un carro de puntos del circuito asiático. Se lo rifaron Lotto y Ag2r, que luchaban por entrar directamente, entre los 15 primeros, en el World Tour. Sohrabi eligió Lotto, que pasó el corte. Ag2r tuvo que seguir mendigando puntos. Le ofrecieron un ciclista sudamericano de 40 años que los tenía, pero, finalmente, se fijó en Amir Zargari, iraní también, 31 años y ciclista desde los 13 por culpa de Indurain.

La historia de Daniel Teklehaimanot, el eritreo que ha fichado el GreenEdge, es distinta. Tiene 23 años y lo ha acunado la UCI en su escuela ciclista de Aigle. Su presencia en el World Tour trasciende a los puntos. Dicen que es el mesías. Anuncia la revolución africana que estiman se consumará en 2020. Entonces, estarán al mismo nivel que los mejores ciclistas del mundo porque, explican, a sus condiciones atléticas y su genética fondista solo les falta habituarse a la bicicleta. Defiende esa teoría un mecenas de Singapur que trabaja desde hace años en Kenia. Su fundamento está enraizado en un ejemplo: un ciclista keniano que hace tres años no sabía andar en bici acabó entre los mejores la etapa del Tour cicloturista de Alpe d'Huez del pasado julio. ¿Para cuándo en el Tour de verdad? Antes, seguro, del duelo de XP-34Z5 con Kuznetzov.