El cineasta madrileño Fernando León de Aranoa, responsable de cintas como Princesas (2005), Un día perfecto (2015) o El buen patrón (2021), siempre ha mantenido una relación estrecha con Donostia. No en vano, su familia materna procede de la capital guipuzcoana y el productor de sus tres primeros largometrajes no fue otro que Elías Querejeta. Con su segunda película, Barrio (1998), llegó al Zinemaldia, donde ganó la Concha de Plata. Cuatro años después volvió a competir en la Sección Oficial y, ahí sí, se hizo con la Concha de Oro gracias a Los lunes al sol (2002). Desde este viernes, otro factor vincula al también documentalista con Donostia. En su jornada inaugural en el Victoria Eugenia, el Festival de Cine y Derechos Humanos le ha entregado su premio honorífico por su dedicación al cine comprometido. Lo ha hecho antes de la proyección de El salto, nuevo largometraje de Benito Zambrano, centrado en la cruda realidad de los emigrantes que intentan saltar la valla de Melilla.

¿Toma este tipo de premios como un reconocimiento a su determinada concepción de hacer cine?

El premio está vinculado a los derechos humanos y se entiende que en mis películas hay un intento de contar las cosas que uno siente que no funcionan en la sociedad. El oficio de escribir tiene que ver con entender las cosas. Por eso me gusta mucho escribir los guiones de mis películas. Es la manera con la que intento explicarme a mí mismo o a los espectadores los desencuentros que tengo con la realidad, al tiempo que ajusto cuentas con lo que no me gusta, como las vulneraciones de los derechos humanos. Que un festival haya entendido que en mi trabajo, de formas muy distintas, existe esa vocación, es una cosa que valoro mucho.

¿Enmarcaría su obra en eso que algunos llaman “cine social”?

Todo el cine es social. Todas las películas, incluso las de entretenimiento, hacen un retrato de quiénes somos. El cine actúa como un mosaico y todas las películas que se hacen en un año en un país concreto dejan testimonio de quiénes fuimos en ese momento.

¿Pero se siente cómodo con esa etiqueta?

Es una etiqueta contra la que he luchado siempre y siempre he fracasado (ríe). ¿Por qué lucha uno contra eso? Por el temor a sentirse encasillado. Puede que a parte del público no le interese una película con esa etiqueta. En ese sentido, con Los lunes al sol (2002) conseguimos romperla. Es una película que tuvo muchísimos espectadores, más de los que jamás hubiésemos imaginado los que la hicimos, Elías Querejeta y yo mismo. Uno rechaza esa etiqueta pero, a la vez, entiendo que los personajes con los que trabajo están en situaciones de dificultad, exclusión, precariedad... Y en el caso de mis documentales, todavía más.

¿Cuáles son sus referentes cinematográficos?

Una fuente de inspiración importante es el cine italiano, no sólo el neorrealismo de los 50, sino la comedia italiana posterior, que tenía un componente social muy fuerte y también presentaba una relación con los personajes en los que perseguía la ternura y el humor sin dejar de hablar de situaciones de gente que lo pasaba muy mal. Recuerdo ver películas de Ettore Scola o Vittorio de Sica y decir: “Si algún día hago películas, ojalá se parezcan un poco a esto”. Quizá me resulten tan interesantes porque primero buscan la historia de los personajes y a través de ellos se llega a la idea política, y no al revés.

¿Y en el cine social no se corre el peligro de que la ideología prepondere sobre la cinematografía?

Absolutamente. El mayor enemigo de un trabajo es la falta de originalidad y el maniqueísmo. Eso se evita trabajando los personajes, tratando de ponerte en su lugar, de entenderlos y de no mirarles por encima del hombro, ni por debajo. Hay que intentar, como intentamos en Barrio (1998) o Los lunes al sol (2002), ser uno más de ellos, desde la humildad, para intentar contar bien su historia. El cine que habla a los convencidos no me interesa, es poco eficaz. Ante todo debe primar lo narrativo, los personajes y la calidad de la historia.

‘Barrio’ fue fundacional para usted porque a partir de ella estableció una manera de trabajar a partir de la relación con sus personajes. Han pasado 36 años desde su estreno. ¿Es una película que sigue vigente?

Hace poco tuve una proyección en Madrid en un centro educativo con chavales de la edad de los protagonistas de Barrio. Luego supe que era un centro escolar para gente con dificultades. Fue muy gratificante ver cómo disfrutaban la película y en el coloquio posterior ver cómo la entendían. Uno hace películas intentando que resistan bien el tiempo. Creo que nunca he hecho un cine coyuntural pegado a una realidad tan inmediata que pierda su valor en dos o tres años. A lo que aspira un cineasta es a que cuando una película como Barrio se pase de madrugada en un canal de televisión dentro de 50 años, le diga algo al que la está viendo.

Con Barrio ganó la Concha de Plata a Mejor director en el Zinemaldia. Con su siguiente película, Los lunes al sol, logró la Concha de Oro. Volvió a competir por este premio en 2021 con ‘El buen patrón’. Parece que tiene una relación muy estrecha con Donostia.

No sólo es algo profesional. También personal: mi ama y mi amona son de aquí. Es cierto que Barrio, Los lunes al sol y El buen patrón fueron muy bien recibidas aquí.

Las tres fueron producidas, además, por Elías Querejeta. ¿Qué cree que le aportó a su cine?

En primer lugar, tenía algo que los productores ya han perdido, su capacidad para arriesgar. No lo hizo sólo conmigo, lo hizo con diez-doce directores antes que conmigo que acabaron siendo grandes realizadores. Él sabía, tenía ojo. Elías era un gran conversador. Recuerdo que solíamos quedar para comer y la charla se prolongaba hasta después de la cena. Hablábamos mucho de la vida y eso, quieras o no, alimentaba el trabajo. Una de sus máximas era que debíamos hacer un trato, él prometía no imponerme nada como productor, si yo no lo hacía como director.

¿Y lo cumplía?

Sí. Cualquier discrepancia que teníamos, que no fueron pocas he de decir (ríe), se resolvían mediante la discusión, a veces, durante semanas o meses. No digo que fuera fácil, pero conozco a muchos compañeros a los que los productores les imponen un casting, la duración de la película o cuál será el final, que es un clásico. Elías, jamás hizo eso. Y aunque hubiese un debate, la última decisión se la daba al director.

Fernando León de Aranoa, en la terraza del Victoria Eugenia, con el premio honorífico del Festival de Cine y Derechos Humanos. Iker Azurmendi

Volviendo al cine social y teniendo en cuenta que usted ha trabajado varios géneros, ¿dónde hay más verdad, en una ficción o en un documental?

No es necesario que una película sea un documental para que haya una verdad. Con la ficción se pueden alcanzar formas de verdad superiores a las de un documental, que también. Todo depende de cada trabajo. Pero hay una cosa en favor de la ficción.

¿Cuál?

En el documental todo parece real gracias a las entrevistas pero todos sabemos que una no ficción es un relato y ese relato depende del autor que lo está haciendo y de la construcción que haga. Por eso es más peligroso, porque todo tiene apariencia de verosimilitud, que hace que el espectador baje las defensas. Gustándome las dos cosas, porque he hecho las dos cosas, en ese sentido creo que la ficción es superior. La ficción es una mentira que cuenta una verdad y su relación con el espectador es de mucha franqueza y honestidad.

Entre sus documentales se encuentra ‘Política, manual de instrucciones’, sobre la creación y auge de Podemos. Vista la situación actual de la formación morada, ¿se animaría a rodar una segunda parte?

¿Otro documental? Tuve suficiente con el primero (ríe). Cedo el testigo a algún otro compañero, pero también porque tiendo a no repetirme (vuelve a reír). De cualquier modo, es cierto, ahora la historia es muy diferente.

Como documentalista ha retratado la realidad dramática de los niños en Uganda y también la marcha zapatista que tomó México DF a principios de siglo. ¿Se ha planteado ir a Gaza?

No me dejarían entrar. Eso es lo primero que sucede en ese conflicto. Desde hace siete meses estamos asistiendo a un bombardeo indiscriminado de la población civil. Junto a los niños asesinados y bajo los escombros de Gaza yacen la Convención de Ginebra, el derecho internacional humanitario y nuestra credibilidad como democracias occidentales que no saben poner fin a eso. La propuesta del Gobierno de Sánchez de buscar apoyos para que se reconozca al Estado palestino me parece el camino a seguir. Siempre se ha dicho que la guerra es el fracaso de la política y así es. Junto a la acción política también debería lograrse lo antes posible un alto el fuego, que deje de morir gente cuanto antes. Y también es trabajo de la gente que se manifiesta.

En esta sociedad hipermediatizada, ¿poner una cámara ante una violencia como la de Gaza no favorecería una insensibilización de la mirada por saturación?

Quizás no si lo tratase el cine. Volvemos a la virtud que tiene la ficción de encontrar el ángulo exacto de penetración en una historia. Eso es lo esencial, la mirada. Es lo que ocurre con La zona de interés, de Jonathan Glazer. Su gran acierto es su punto de vista, porque el horror de los campos de concentración lo hemos visto antes en muchas películas. Su gran hallazgo es no mostrarlo y es lo que convierte la película en una historia de terror. En cierta manera habla de lo que ocurre en Gaza, y también en la frontera sur de Europa –se refiere a Melilla–, donde se da entre los ciudadanos una frivolización del horror. Es uno de los mayores problemas de nuestro tiempo.

¿Tiene algún otro proyecto en cartera?

Estoy trabajando en una ficción sobre la frontera sur de Europa, donde mueren decenas de miles de personas y donde se están vulnerando los derechos humanos desde la legislación, desde las políticas de control migratorio. Todo este año me lo he pasado escribiendo y documentándome. En los lunes al sol, por ejemplo, me documenté mucho. Es algo que te ayuda, no sólo desde la información, sino desde la emoción.