unque suene algo enigmático nuestro titular, esta es por lo general nuestra respuesta cuando en el histórico establecimiento Casa Urola (1956), de la Parte Vieja donostiarra, nos preguntan si vamos a comer arriba o abajo, refiriéndose a su popular bar de la planta baja o al restaurante propiamente dicho y más formal del primer piso. Y es que, aunque la tasquita de abajo responda más al ambiente de parranda, ruidoso y jaranero, consustancial con los orígenes de esta casa, o sea, como el de las tabernas de su entorno, la parte superior, sin alardes decorativos, aúna sencillez y elegancia. Todo ello con un ambiente relajado y un servicio detallista propio de los establecimientos de más empaque de esta ciudad.

Pero, a lo que vamos, que en ambos ambientes, muy diferentes, lo culinario prima y alcanza la excelencia y el goce gustativo más alto, siempre rindiendo pleitesía al mercado. Todo ello desde que se hicieron cargo del negocio, en 2012, el gran cocinero donostiarra Pablo Loureiro Rodil con la necesaria complicidad en sala de su esposa Begoña Arenas. Ciertamente, hemos piropeado esta cocina incesantemente en numerosas glosas. Como cuando decíamos: "Pablo Loureiro es uno de los cocineros locales que aúna, como pocos, la sensibilidad gastronómica con una depurada técnica y posee una devoción absoluta por el producto, rigurosamente estacional y de la máxima proximidad, sin hacer nunca concesión alguna a la vulgaridad. Vamos, la difícil sencillez de lo sublime". Por algo será que en el año 2019 recibió al fin, más que merecidamente, el Premio Euskadi de Gastronomía al Mejor Restaurador por la Academia Vasca de Gastronomía.

También es preciso, para aquellos que no conozcan la historia de esta taberna y sus orígenes, señalar algunos datos de interés. Y es que durante más de medio siglo esta taberna ha sido en gran parte consustancial con la vida de esta ciudad en su faceta más popular. Junto con el cercano Bodegón Alejandro (entonces de la familia Berasategui), ha sido una cita ineludible para los aficionados al deporte rural, que realizaban aquí sus bulliciosas apuestas alrededor de un buen txakoli y de sus míticos chuletones.

Tristemente, la puñetera pandemia nos impidió una visita a esta casa durante un año y pico. La vuelta ha sido gloriosa y gozosa. En primer lugar, hay que matizar que el copioso menú podemos calificarlo de "entretiempo", dado que muchos de los platos o pintxos fueron de lo que se llaman así en la moda "ent", en este caso con postreros bocados de la cesante primavera y algunos del emergente verano, junto a otros atemporales, que se mantienen entre sus ofertas permanentes como las carnes y pescados (variables según lo que dicte en cada momento la lonja) oficiados a la parrilla.

Por otra parte, pudimos disfrutar de pintxos del bar como de platos del piso superior, o sea del restaurante como tal. Tengo que reconocer que en el momento de vuelta al fin a este establecimiento sentí (como mis acompañantes) un cosquilleo en el estómago como si volviera a reencontrarme con una cocina con mayúsculas. Como así fue al pasar por el, de nuevo, animado bar, recordé de inmediato sus pintxos fríos más emblemáticos como el Karmelita (pan frito, anchoa, lámina de huevo cocido, langostino y mahonesa de ajetes tiernos), dúo o matrimonio de anchoas, el huevo tumbado, taco de trucha ahumada con salsa tártara, o los bocaditos de cocina (estacionales algunos) expuestos en la pizarra, tales como: la cuchara de bogavante; el pulpo parrilla sobre berza salteada, la sopa de patata, papada ibérica y aceite de pimentón; la vieira asada sobre ajoblanco, frutos secos y vinagreta de café (qué catamos sentados en el comedor superior); así como el taco de chuleta.

Y ahora, ya en verano, una increíble hamburguesa de bonito fresco o el txipirón con cebolla caramelizada. Y raciones virgueras, de puro vicio: gambas de cristal con huevo frito, champiñones portobello con espuma de patata y yema, o los sublimes jamón y lomo ibérico de bellota Carrasco.

Situados ya en el comedor del primer piso y cubiertos en ristre nos tocaba disfrutar aún de lo mejor. Un menú emocionante de verdadero calado sin fuegos de artificio superfluos y productos de órdago. O sea, pura autenticidad. La degustación comenzó por unas guindillas fritas impecables, siguiéndoles inmediatamente un plato que ese mismo día desaparecía de la carta de primavera: unos impresionantes espárragos frescos de Navarra a la parrilla (perfectos de punto), con yema (semicruda) y mahonesa de ajetes tiernos. A los que seguían distinguidos platos de la novedosa carta estival como tersos y sabrosos txipirones de potera, unos salteados al estilo Pelayo y, mejor aún si cabe, otros a la brasa sobre crema ligera de pochas, tartar de tomate y aceite de albahaca.

Las intemporales y principescas kokotxas de merluza no podían faltar de este carrusel de gollerías, con tres elaboraciones: en la clásica y exquisita salsa verde, rebozadas con un velo de cobertura casi imperceptible o a la parrilla, en donde, a mi modo de entender, se muestra este histórico y genial despojo de carné donostiarra, más auténtico y natural. En todo caso, todas ellas de sobresaliente. Zambulléndonos de nuevo en el verano, una propuesta indispensable para el chef: el bonito fresco a la parrilla con morrones asados, guindillas fritas y estirada y sabrosa salsa de marmitako con un punto de brasa del escómbrido como para hacer la ola.

Antes de hacer sitio para los postres, no nos resistimos a darle al original sorbete de mojito y probamos el selecto queso de la casa de pastor Aramburu de Idiazábal. Y el colofón laminero estuvo al nivel del resto, es decir muy alto, con caprichos refinados como la cremosa torrija caramelizada a la antigua con helado de café con leche; el llamado Nuestro postre de chocolate con helado de yogurt y crema de jengibre, ideal para los adictos al chocolate (como un servidor); y de remate, el crujiente milhojas de crema, compota de manzana y un fino coulis de albaricoque con helado de avellana.

Bien regado, además, el festín por unos vinos selectos como un elegante Albariño Albamar (2020) monovarietal, vino joven y fresco sin crianza de Bodegas Albamar de la zona del Salnés (DO Rías Baixas). Así como otro vino blanco muy interesante de Bodegas Chivite: Finca Legardeta (2019), 100% Chardonnay, de la DO Navarra. Sin duda, un blanco sabroso, aterciopelado y fresco, con plenitud de frutas carnosas que llenan la boca.

El servicio, como siempre, comandado con discreción y elegancia por Begoña Arenas, funciona como un reloj. Por supuesto, suizo.

Al salir de esta placentera casa solo cabía recordar a la peli de La Bella y la Bestia: "Qué festín, qué festín / Un banquete de postín". Es que en eso y no en otras cosas está el verdadero lujo culinario.

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía

Esta casa era una cita ineludible para los aficionados al deporte rural, que realizaban aquí sus bulliciosas apuestas