En tiempos en los que es frecuente el uso y abuso del término obra maestra, Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) continúa siendo una de las pocas películas que no admiten discusión al respecto. Veinticinco años después de su estreno, el moderno clásico de Martin Scorsese conserva todo su influjo y continúa siendo el espejo cinematográfico en el que miles de directores querrían reflejarse.

Scorsese, que de niño sentía fascinación por los mafiosos de su barrio (Little Italy, Nueva York), quedó impactado por el libro Wiseguys, una investigación de Nicholas Pileggi sobre la azarosa historia real de un hampón que traicionó a sus compañeros y escapó de la muerte sumándose al programa de protección de testigos. Cineasta y periodista escribieron juntos el guion de un filme que refleja “la vida cotidiana de los criminales”. “Pero no desde el punto de vista de los jefes”, advirtió Scorsese. Más bien, el protagonista, Henry Hill, era “un soldado en el ejército de Napoleón”, en palabras de Pileggi.

Con un ritmo trepidante que no decae en sus 139 minutos de metraje, la cinta trasciende de modo brillante el cine clásico de gánsters y se aleja de otras cumbres del género más o menos contemporáneas, como la trilogía de El padrino. Si esta posee un tono más operístico y ofrece una visión romántica de la mafia, Uno de los nuestros muestra la cara B de ese mundo, el día a día de unos violentos delincuentes regidos por un único código: el amor al dinero.

REPARTO Y momentos gloriosos En el reparto destacan dos veteranos del cine de Scorsese, Robert De Niro (Jimmy Conway) y Joe Pesci (Tommy DeVito), a quienes se sumaron el protagonista Ray Liotta (Hill), que por aquel entonces solo había actuado en dos o tres películas, y Lorraine Bracco (Karen), su mujer en la ficción. Ninguno ha vuelto a brillar como en Uno de los nuestros, un trabajo demasiado redondo para ser verdad.

Entre la recordada voz en off del principio -“Que yo recuerde, desde que tengo uso de razón quise ser un gánster”- y la canción de los créditos finales -My Way cantada por Sid Vicious, de los Sex Pistols-, el filme atesora una colección de momentos absolutamente gloriosos. Por ejemplo, los títulos iniciales, diseñados por el célebre Saul Bass, o el impresionante plano secuencia de entrada al club Copacabana rodado con steadycam, así como algunos estallidos de violencia atropellada, nunca estilizada ni gratuita. Pesci está memorable en la tensa escena del restaurante -“¿Cómo soy de gracioso, quizá como un payaso de circo?”- y en la timba en la que hace alarde de su fácil gatillo -“¡Araña, cuentista de mierda!”-, pero también en la cena con la madre de Scorsese, que protagoniza un divertido cameo.

Mención aparte merece el montaje, una de las cumbres de la hábil Thelma Schoonmaker, que engarza a la perfección con una banda sonora repleta de canciones maravillosas de Tony Bennet, The Shangri-Las, Cream y Muddy Waters, entre otros. Da igual el número de veces que se haya visionado la secuencia de ese Ray Liotta paranoico y puesto de coca hasta las cejas, que siente la amenaza de un helicóptero... Como en toda la película, la sensación es de vértigo y de subidón de adrenalina, de saberse ante una obra de arte irrepetible que ha marcado un antes y un después en la Historia del cine.