Los Pirineos ofrecieron una primera etapa magnífica. Fue emocionante ver a Oier Lazkano cruzar primero el Tourmalet, lo que le coloca en la historia. Se confirmó que el equipo de Vingegaard es muy inferior al de otros años, donde Van Aert, Kruijswijk, Kuus y Roglic eran capaces de poner un tren infernal en las subidas, y ofrecían varias alternativas al triunfo. Ahora Vingegaard debe plantear una lucha individual, y en unas condiciones físicas mermadas por su larga convalecencia. Así, Pogacar está inclinando la balanza a su favor. En el Macizo Central midió mal sus fuerzas y Vingegaard le pudo contrarrestar. Ayer parecían seguir el mismo guión, el ataque rabioso del esloveno que saca unos segundos, mientras que el danés, más flemático, mantiene la distancia y al final le alcanza. Pero fue al revés, subiendo Pla d’Adet fue ampliando, poco a poco, el hueco, hasta pasar del medio minuto en meta. Aunque todavía su diferencia no es decisiva, porque queda mucha montaña: la segunda etapa pirenaica y los Alpes. Un asunto inquietante ha aparecido en el pelotón: el covid. Varios corredores ilustres, enfermos, han abandonado. Está por ver si otros están incubando el virus.
El Tourmalet, un enclave mítico
No creo equivocarme si digo que el Tourmalet es el enclave más mítico del ciclismo. Si invocamos su nombre en cualquier tertulia, entre cualquier grupo de personas, sean o no aficionadas, no les sonará extraño y las conducirá, de inmediato, al deporte de la bicicleta. Es un hito, una referencia cultural. ¿Por qué? Las razones para esto son diversas, las causas para que algo, un personaje, un lugar, se conviertan en un hito, una señal perenne anclada en nuestra conciencia y con capacidad poética para transportarnos a la historia, son varias. Algunas científicas: debe haber sido protagonista, la persona o el lugar, el Che Guevara, Picasso o el Tourmalet, de hechos históricos relevantes en su campo, la lucha, el arte, el deporte, pero además, a eso se añade un intangible, algo estético, legendario, difícil de definir, que le otorga el valor de simbolizar todo un movimiento. Simbolizar el espíritu de una época, que en el ciclismo es única, sus poco más de 125 años de vida. Y eso lo tiene el Tourmalet, los hechos, por las múltiples batallas ciclistas sucedidas sobre sus rampas, por la dureza y longitud que obliga a una experiencia extenuante de más de una hora de ascenso; y posee lo intangible, que lo ha incrustado en el corazón de la gente.
El Tourmalet de mi infancia
Yo tengo otro Tourmalet, el Tourmalet de mi infancia, que cabalga sobre ese anterior, porque yo también estaba poseído por su mito, pero que adquiere perfiles personales; donde se mezclan, la atracción por ese monte, el deseo de conquistarlo sobre la bici, y el sexo. Así lo recuerdo, mezclado, unido, como se experimenta el mundo en ese tiempo de construcción, de descubrimiento total, que es el paso de la niñez a la adolescencia. Recuerdo la primera atracción por el Tourmalet estando en un camping del Pirineo, cuando no paré hasta conseguir que mis padres me llevaran a realizar, en coche, la célebre ruta del Aubisque y el Tourmalet. Entonces subir el Tourmalet era una odisea incluso en coche, y más si se llegaba hasta la base, a través de una pista sin asfaltar, del pico Midi de Bigorre. Que era una cosa especial lo acreditaba el hecho de que si comprabas una postal en la cumbre, te la sellaban como prueba. Y recuerdo ese ambiente de construcción de mi pasión ciclista, intersectado con otra búsqueda, la del descubrimiento del sexo. Y recuerdo que entonces comenzaron a agobiarme preguntas aún hoy sin respuesta, ¿será bueno o malo el sexo para el ciclismo? Aún estaba vivo el franquismo, su oscurantismo religioso que nos oprimía en todas las costumbres, que coartaba nuestra libertad, pero aún hoy ese dilema existe. Pasé por varios equipos ciclistas, donde eso seguía siendo un tabú; leía y leo todo lo que se escribe sobre ciclismo, y ese tema apenas aparece. Al margen de la nefasta influencia religiosa, en el campo deportivo también se consideraba negativo el sexo cerca del deporte, y se preconizaba como buena la abstinencia antes de las competiciones. Eso fue así hasta las Olimpiadas de Múnich de 1974, donde se comprobó que los nadadores, nadadoras, y atletas estadounidenses habían tenido mucho sexo en la villa olímpica, y, sin embargo, batieron más récords mundiales que nunca. El futbolista Johan Cruyff decía que cuando mejor visión del juego tenía era cuando había tenido sexo poco antes de un partido. Sabemos cuántos hidratos de carbono consumen por hora los ciclistas; sabemos los vatios que desarrollan, al momento, a la hora; sabemos cuántas pulsaciones tienen, en reposo, en pleno esfuerzo; sabemos cómo se concentran en altura, en vísperas de las grandes competiciones. Pero no sabemos nada de cómo es su sexo. ¿Sigue primando la abstinencia? ¿Se alivian en soledad? ¿Tienen relaciones cuando les visitan sus parejas en las concentraciones? No sabemos nada de eso, y seguro que, aquellos aprendices de ciclista actuales, como lo fui yo, se preguntan sobre ese asunto, que sigue siendo un misterio en una sociedad, sin embargo, muy sexualizada. No me interesa su intimidad, sino el hecho científico y cultural. “Todo está unido entre sí, como el trigo a la amapola”; decía en una canción el añorado Carlos Cano. Pues eso.