La maquinaria que lanza películas y series como churros, es decir, las plataformas que buscan saturar el mercado con productos de fast food, consiguen una sensación de anestesia en el espectador que ya es solo capaz de responder “Sin más” a la pregunta “¿Qué te ha parecido?”. Es por ello que, en contra de los que rechazan la experiencia de ir a una sala a sufrir, hay que valorar que exista cine que nos haga sentir incómodos; en este último Zinemaldia que estamos viviendo hay mucho y muy bueno de esto. David Cronenberg (sobre estas líneas) lleva desde finales de los 60 haciéndolo, reflexionando sobre los límites del cuerpo y la materia, y componiendo escenas que, sí, pueden llegar a ser desagradables. Pero si se siente algo que no sea hastío, aunque sea asco, el cine ya ha cumplido su función porque ha llegado a lo más hondo de nuestras entrañas. Es lo que ha hecho Seidl con su pedófilo, Kore-eda con su traficante de bebés, Abramovich con su actor porno y es lo que ha hecho Fernando Franco en La consagración de la primavera al poner sobre el espectador unas cuestiones que, quizá, no tengan respuesta, pero que si la tienen de ninguna manera pueden ser contestadas con un indiferente “Sin más”. “¿Tienen las personas con dependencia funcional derecho a explorar su sexualidad como el resto de los mortales? Y si es así, ¿cuál es la manera?”. Demos gracias porque exista un espacio que nos haga retorcernos en la butaca y que nos comamos la cabeza.