Me ponen nervioso los presentadores de informativos que acaban cada entradilla forzando una sonrisa. Carrascal (de quien guardo con cariño una de sus coloridas corbatas firmada) confesó, en su día, que lo hacía porque, cuando saltó del papel a la tele, le explicaron que había que hacerlo así, contar la noticia y sonreír para dar paso al vídeo, sin importar la tragedia que contaba. No tardó en darse cuenta de que ese no era el camino, y aún así muchos televisivos lo hacen en estos tiempos en los que a los presentadores de la tele los han reducido a un único registro: la sonrisa.

Pedro Piqueras ya se lo sabía, cuando le tocó recoger el testigo de las cabronadas de Sálvame. Ni se inmutaba.

Y, llámeme usted contradictorio, pero mientras me rechinan esas sonrisillas falsas, no le veo ninguna pega a cuando el presentador se traba o le asalta un ataque de risa. No son fallos que minan la profesionalidad ni la credibilidad, al revés, los humanizan y se entiende el momento visto desde casa. Este jueves le ha pasado a la gran África Baeta hablando del micropene de Hitler, así que se despidió entre carcajadas.

Confieso que lo del ataque de risa me ocurrió la primera vez que me puse delante de un micrófono en un informativo de radio en la uni. A mi compañera y a mí nos tocó la novatada del primer turno y la redacción no tenía nada preparado, así que aquello se convirtió en un caos, con robo de papeles incluido estando en antena, así que se nos escapó una carcajada que provocó el enfado del profe, que cortó la emisión y nos prometió el suspenso eterno, que luego no cumplió.

Años después, sin volver a pisar un estudio de radio, me tocó hacer de improvisado enviado especial a Italia de Radio San Sebastián (sin ellos conocer este episodio) y solo podía pensar en no reír. Por el encargo, pero sobre todo al hablar en antena.

No sé si su jefa le habrá echado una bronca, pero a mí África Baeta me arregló el día y, desde entonces, me cae aún mejor.