Siempre me han parecido muy injustos esos estereotipos simplistas, tan típicos como tópicos, sobre las virtudes y defectos atribuidos a un país entero o a sus habitantes, o a los de un pueblo o a una ciudad concreta. Cuando no se les atribuyen por entero a una raza o un grupo social marginado, que entonces, además, tienen un nauseabundo tufillo, clasista, xenófobo, racista u homófobo. Recuerdo una anécdota atribuida al general Charles de Gaulle al regresar a Francia de su exilio londinense y tras la derrota nazi, cuando un periodista con bastante mala uva le preguntó qué opinaba de los ingleses, a lo que le contestó lacónicamente el general: “Pues nada, porque no les conozco a todos”.

Así, según estos clichés, los alemanes son todos unos currantes, los sevillanos graciosos, los gallegos siempre dubitativos, los franceses sibaritas, los castellanos de poco palique y los madrileños más chulos que un ocho. Y suma y sigue, con los insufribles chistecitos de bilbainos. Y los no menos insultantes de leperos, de baturros cabezotas o de catalanes “agarraos”.

De todas formas, tendríamos que discernir lo que son los estereotipos como creencias ilógicas, de los usos, tradiciones, experiencias y memoria colectiva, incorporados al ser y sentir de un pueblo. Así, a nadie nos pareció una banalidad cuando el desaparecido escultor Néstor Basterretxea dijo aquello de: “Los vizcaínos piensan y hacen, y los guipuzcoanos piensan y vuelven a pensar”. Era simplemente poner el dedo en la llaga de nuestra frustrante indecisión colectiva.

Más curiosa, si cabe, es la apreciación de un hombre tan prudente y distinguido como era el añorado Federico Lipperheide, con el que hace muchos años compartí gratamente mesa en una sensacional cena en el marco de unas jornadas gastronómicas celebradas en el restaurante Andere de la capital alavesa, y que, en la tertulia posterior a la misma, me dijo en tono irónico, pero convincente, algo que nunca antes había escuchado: “¿Sabes en qué sois de verdad diferentes los guipuzcoanos?”. Ante mi cara de extrañeza, prosiguió su reflexión: “Para vosotros una comida que implique un mínimo de festejo, no puede ser nunca en el hogar, tenéis que salir fuera a celebrarlo, comiendo en un establecimiento del rango que sea, pero fuera de casa”.

Coincido con el que fue muchos años presidente de la Academia Vasca de Gastronomía. Lo cierto es que yo he mamado desde crío plenamente este concepto de celebración inserto en el ADN guipuzcoano, lo que me permitió conocer desde mi más tierna infancia, en constantes celebraciones familiares, múltiples restaurantes sobre todo populares, baretos, tabernas y casas de comidas. Algunas inolvidables como el Biyona de la calle Carquizano en el donostiarra barrio de Gros, con una inigualable merluza en salsa verde. O para ponernos hasta las trancas, raciones de angulas (de las de verdad) en una tasca en Aginaga (creo que se llama Etxebeste), o en el aún vigente Zaldundegui de Urnieta con su inigualable merluza rebozada y su increíble flan casero. O aquel primer Hidalgo de Gros con la madre de Juan Mari Humada, Silvi (hoy felizmente nonagenaria) y sus cazuelitas de órdago como sus insuperables callos, que perviven afortunadamente en la cocina de su hijo.

Y cómo olvidarme de muchos restaurantes apegados firmemente a la tradición popular, sitos en la Parte Vieja, casi todos desaparecidos, como Sutegui, Flores, Derteano, el primigenio Juanito Kojua (perteneciente hoy día a un grupo inversor), Salduba en sus distintas épocas (primero con Rosario Rego y después con el navarro Javier Arbizu, entonces chef de la Real Sociedad en sus desplazamientos europeos y también de la selección española de fútbol). Así como el restaurante donostiarra más antiguo de los que perviven, Pollitena, fundado nada menos que en 1895 y seguido muy cerca en antigüedad por Casa Bartolo, que data de 1896. Sitios que tuve el gusto de conocer sin aún uso de razón pero con bastante razón gastronómica, un apetito descomunal y siendo ya bastante polilla. Como es también emotivo el recuerdo el restaurante Arantzabi (más conocido por el nombre del barrio donde se ubicaba, Amasa de Villabona) con sus míticos ossobuco, pato a la naranja y, sobre todo, su arroz con leche; pura cremosidad hecho con la leche de las vacas del propio caserío, que recibían en la entrada a los comensales.

En alguna ocasiones festivas más descollantes, solíamos disfrutar la familia en sitios como Viuda de Arzac (sic) con Paquita Arratibel, madre de Juan Mari Arzak, al frente de la cocina del mítico establecimiento. Una cocinera exigente donde las haya. Como contaba su propio y único hijo refiriéndose a ella con sano orgullo: “Si en alguna ocasión había alguna merluza que no le hacía tilín, llamaba inmediatamente al pescatero y con voz suave, pero firme, le recriminaba: Entre las merluzas hay dos que no son de las que a mí me gustan. Y sin dejarle responder, colgaba el teléfono. A los pocos minutos dos tersas y plateadas merluzas sustituían a las menos agraciadas”.

afrancesada y refinada De imborrable añoranza, así mismo, el Panier Fleuri, entonces en Errenteria, con el elegante maestro de ceremonias Antonio Fombellida, padre de Tatus, y que nos embelesaba con una culinaria afrancesada y refinada y, sobre todo, con sus célebres e inacabables entremeses especiales. Y por supuesto, la egregia o Casa Nicolasa (fundada por la marquinesa Nicolasa Pradera) que me deslumbró siendo un quinceañero, un día de un gran dispendio familiar y mucho antes de adquirirla José Juan Castillo, con Pepita Berridi al frente.

Sin duda, uno de los establecimientos que más me impactó, en una sola ocasión que lo visité, invitada toda la familia por un tío ricachón, allá por los años 50, fue el que se tenía como el más distinguido de la capital guipuzcoana, Azaldegui, por donde desfilaba la crème de la crème de la sociedad europea. Fue un día de comienzos de verano en su espectacular terraza sobre la bahía, en Miraconcha. Recuerdo, también, alguno de los platos para mí entonces totalmente inéditos, como el cóctel de marisco, el lenguado meunier o el solomillo Wellington. Y sobre todo los crepes Suzette, flameados en un gueridón (palabra que descubrí años después) junto a la mesa y ante mis atónitos ojos. La pena es que no tenía aún edad para beber los vinazos que nos sirvieron. Sin duda, lo nuestro es comer, beber y parrandear.

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía