Ahora, todo el mundo tiene un perro. Se ha convertido en una costumbre social. Basta salir a la calle para encontrarse con gente paseando a su can. Animales de todo tipo. Grandes, pequeños, de raza, feos, peligrosos, etc. La mayoría los lleva atados, pero siempre hay irrespetuosos a quienes les da igual que su chucho se acerque, olisquee o ladre a su antojo. La falta de educación no es del can sino de quien lo pasea desatendiendo las mínimas dosis de civismo. Por no hablar de los excrementos que algunos dejan a su paso. Bien sea en el asfalto o en los jardines, que, dicho sea de paso, muchos dueños de perros creen estar diseñados para que sus mascotas defequen cómodamente y sus deposiciones queden allí a modo de abono natural para el verde. ¡Marranos!
Sí, casi hay más perros que niños. Y ese dato nos revela el cambio social que estamos viviendo. Procrear es una responsabilidad que muchas personas, legítimamente, no quieren asumir. Por distintas razones –económicas, emocionales, etc.–. Y la soledad voluntariamente buscada se palia con una mascota que, en muchos casos, hace el papel de complemento familiar.
En ese rol, los perros ocupan un papel destacado. No en vano, siempre se ha dicho que este animal es “el mejor amigo del hombre”. Un colega libertario que en su día tuvo una movida con las autoridades no lo piensa así. Para él, su mejor amigo es un gato. “Puedes estar seguro de que un gato –suele decir con sorna– nunca delatará dónde escondes la marihuana. Un perro sí”.
En mi casa nunca hemos sido de mascotas. Bueno, si exceptuamos los canarios y jilgueros que, desde que tengo memoria, han estado presentes con sus cánticos en la vivienda familiar. Los pájaros eran parte de la prole. Iban y venía de vacaciones con nosotros, se les aseaba a diario y mi padre les daba de comer fuera de las jaulas revoloteando por toda la casa. Hasta que en un descuido dejó una ventana abierta y las aves volaron hacia la libertad.
No sé si se puede considerar mascota a un conejo que, en un verano, nos regaló un vecino –Juanelo–. Durante días cuidamos de aquel gazapo limpiando su caja y dándole de comer. Al animal le gustaban las galletas “maría” que roía vertiginosamente cada vez que las pasábamos por el enrejado que impedía su fuga. El conejo, que era muy simpático, cogió peso, creció… y esa fue su perdición. Si catalogáramos al bicho como “mascota”, he de decir que sí, que nos lo comimos.
No creo que aquel trance mereciera una llamada de atención como la que hoy algunos han pretendido con la polémica abierta por Donald Trump. Era un comportamiento social muy extendido por entonces. La familia de mi amigo Abel todos los años criaba una mascota porcina. Un cochino que llamaban Martín, y llegado su día en el santoral, el marrano era desguazado y sus patas delanteras y traseras se colgaban de una viga junto a los chorizos y el lomo. Luego, una vez curado, el recuerdo del cerdo se guardaba en una orza con aceite o manteca.
Esta costumbre con algunos animales estaba muy arraigada. Y aquí no había ni antillanos ni haitianos. La madre de José Luis, al llegar diciembre, adoptaba un pollo capón que encerraba en el balcón de su casa donde lo alimentaba con las sobras domésticas. Luego, al llegar la Navidad, el capón dejaba el frío de la intemperie y presidía la mesa del comedor. Se convertía en el protagonista de la cena de nochebuena.
Se podía pensar que cuando Donald Trump afirmó en el pasado debate con Kamala Harris aquella boutade de que los migrantes “se están comiendo a las mascotas de la gente”, desvariaba de una manera surrealista. Siendo así, y a pesar de que los moderadores del debate negaran de raíz tamaña estupidez, la ocurrencia de Trump (“en muchas ciudades no quieren hablar de ello porque les da vergüenza”. “En Springfield se están comiendo a los perros, se están comiendo a los gatos, se están comiendo a las mascotas de la gente que vive allí. Esto es lo que está pasando en nuestro país. Es una vergüenza”) tenía un objetivo claro. Sembrar la desconfianza y el temor en muchos electores, propietarios de mascotas.
Según una encuesta de American Pet Products elaborada este año, el sesenta y seis por ciento de los hogares norteamericanos –unos 87 millones de personas– tienen una mascota.
Para cualquier observador con dos dedos de frente, lo dicho por Trump resulta ridículo y hasta risible, pero ante el universo potencial de electores que posee animales de compañía, la mamarrachez o el disparate no fue ni casual ni improvisado.
Según informes de expertos que combaten la desinformación, antes de comenzar el pasado debate entre Trump y Harris, había ya más de 300 tuits hablando de “haitianos” o inmigrantes comiendo mascotas en Spriengfield, la localidad citada por Trump en la televisión.
Ya el pasado 6 de septiembre, una cuenta creada hace un año y sin actividad hasta ahora, indicaba que ciudadanos de esa localidad de Ohio se estaban comiendo los patos del estanque. Un grupo de Facebook se sumaba al bulo incluyendo ya a perros y gatos entre las mascotas víctimas. En paralelo, las redes sociales comenzaban a publicar imágenes de una persona negra con un ganso en sus manos. Acto seguido, una cuenta próxima a Elon Musk propagaba dos imágenes más con cerca de 5 millones de visualizaciones. La foto utilizada no pertenecía a haitiano alguno y la ciudad tampoco era Springfield. Además tal instantánea ya se había publicado el pasado mes de julio. Pero, como en otros casos, la verdad no importaba y la bola continuó, haciendo que todo el trumpismo digital de fuera y dentro de los Estados Unidos usara el libelo como ariete de desinformación. Incluida una gaceta de Vox o la Derecha Diario de Argentina, propiedad ahora de un conocido comunicador ultra español.
La propagación de la fake news se extendía rápidamente. Andy Surabian –estratega de Donald Trump jr, y colaborador habitual del medio intoxicador de Steve Banon– subía a la red un vídeo en el que ya se incriminaba a Kamala Harris. Su publicación conseguía más de 38 millones de visualizaciones gracias a la ayuda de Elon Musk cuyo retuit consiguió 45 millones de impactos. A esta narrativa se terminó sumando el candidato a vicepresidente republicano Vance elaborándose y saliendo a la luz numerosas historias racistas e imágenes editadas por la inteligencia artificial en las que se veía a Donald Trump salvando mascotas.
La historia de las mascotas se convertía así en estrategia electoral. Y, con tal programación ya desplegada en las redes, llegó la cita disparatada de Trump en el debate. Aquel pronunciamiento, que a muchos nos pareció el delirio de un desequilibrado, hizo que la patraña de los migrantes “comedores de perros y gatos” disparara su proyección en las redes sociales. La mentira circulaba imparablemente. Pese a las negativas oficiales y a que las palabras de Trump fueran refutadas de raíz, la historia falsa de los migrantes comedores de mascotas sigue circulando impunemente en este mundo de la posverdad. Basta que cualquiera se adentre un poco en la red X para apreciar el estado febril de múltiples mensajes.
No olvidemos que políticas similares a esta, con la desinformación y las múltiples teorías conspiranoicas como las que se impulsaron desde la red QAnon, provocaron el primer triunfo de Trump y el movimiento involutivo que terminó asaltando el Capitolio. Terraplanistas, antivacunas, negacionistas del cambio climático, xenófobos de toda condición… ultras en definitiva, se mueven como peces en el agua en este mundo de la mentira y la falsedad.
La historia de los migrantes que se comen las mascotas de los norteamericanos puede parecer una astracanada –que lo es– creada por mentes perversas y enfermas. Pero más allá de la chanza o del descrédito que pueda merecer una fabulación tan delirante, nos debe hacer pensar que la desinformación forma parte de comportamientos de poder que es preciso desenmascarar, denunciar y poner en evidencia. Permanezcamos alerta por lo tanto ante tanta manipulación, en ocasiones disfrazada de denuncia.
Los graves incidentes acaecidos el pasado verano en el Reino Unido contra la población migrante fueron la consecuencia de una campaña de comunicación de manipulación , falsedad y tendenciosidad que desequilibró a la opinión pública hacia el odio. El mismo odio que se pretende inocular en el Estado español donde ante el incremento de los flujos migratorios se pretende identificar a estos con la delincuencia. Y todo ello en un clima de crispación política que envenena e inflama la convivencia democrática.
Miembro del Euzkadi Buru Batzar del PNV