Si a cualquiera de nosotros nos preguntasen hoy, como humanos activos que somos, nuestra impresión sobre la marcha y circunstancias de este primer cuarto del siglo XXI, probablemente una mayoría de las respuestas contendrían elementos negativos o, al menos, conflictivos. Se producirían contestaciones del tenor: complejidad del mundo; desaparición paulatina del modelo de certidumbre en el que hemos vivido tras la Segunda Guerra Mundial; influencia de las nuevas tecnologías de comunicación e información, sin poder indicar al 100% si esa influencia es positiva, negativa o inocua; y, para terminar, las crecientes dudas manifestadas por una parte, suavemente creciente de la población mundial, acerca de la idoneidad del propio sistema democrático.

Las respuestas sugeridas, de índole negativa, se me antojan más largas. Todo ello dentro de un cóctel de realidades y meros subjetivismos y sensaciones. En este contexto nos encontramos ante una situación excepcional, aunque no inédita, como es la intervención de algunos mercados. Especialmente, el energético y alimenticio.

En este aspecto, he de reiterar mi consideración y mi apreciación de que el mercado es el mejor mecanismo conocido y existente, al menos, hasta el momento, para determinar una asignación eficiente de recursos económicos, tanto en términos de unidades físicas, intangibles, virtuales, como de los precios de las mismas.

Ahora bien, ser el mejor conocido no supone ser perfecto. Un ejemplo de ello, entre otros existentes, es el relativo a la información con la que opera el mercado entre los agentes del mismo. Se supone que la mencionada información llega por igual a todos los agentes. Y eso no es así.

La información es totalmente asimétrica –no llega a la vez y con igual fiabilidad e intensidad a todo el mundo–, todos no gozamos de la misma información en términos cualitativos y cuantitativos. Ello implica que resulte conveniente e imprescindible aplicar una batería de correcciones al mismo, siendo el agente responsable de ello el sector público, como es el caso de dinamizar e impulsar algunas medidas que ayuden a determinados mercados, tal y como la teoría avala para el caso del mercado tecnológico, el de la I+D.

Entre esa batería de correcciones destacaría las siguientes. Por un lado, una política fiscal que tenga como objetivo la distribución de la renta y la riqueza, minimizando las diferencias cada vez más abusivas, a través de la exacción fiscal y la provisión de servicios básicos como la sanidad, la educación y la seguridad, complementadas con la inversión y mantenimiento en y de infraestructuras ligadas a la logística, la sanidad y el saneamiento y a la gestión pública.

Por otro lado, es imprescindible la consolidación de un entramado legal, y su aplicación real, que minimice las posiciones de dominio de agentes y sectores económicos. Todo ello junto con el fortalecimiento pedagógico y operativo con los que reducir a lo imprescindible la influencia de los “expertos” y demás agentes “interesantes e interesados”. Como indiqué en algún artículo anterior, nada garantiza que los expertos velen por los intereses generales por encima de los suyos.

Desde otra perspectiva podemos argumentar que no es lo mismo corregir las deficiencias del mercado –conceptualmente estaríamos hablando del modelo keynesiano– que intervenir el mercado permanentemente desde un concepto próximo a la concepción de la propiedad pública de los medios de producción. Resulta importante recordar que la estructura socio-económica derivada de la Ilustración se basa en el concepto y respeto a la propiedad, sea esta pública o privada, una cuestión que está bajo debate académico en estos últimos tiempos, frente a la idea de aceptar el mercado con todas sus ineficiencias, lo que está subsumido en la teoría neoclásica económica o neoliberal en el ámbito sociológico y económico.

En este punto conviene recordar los objetivos de la teoría económica, de los economistas, pudiendo resumir aquellos en el diseño de un modelo o modelos, que, en base a las alternativas o políticas económicas diseñadas por los profesionales, los decisores políticos puedan adoptar aquellas que aporten estabilidad y crecimiento a medio y largo plazo, teniendo en cuenta las restricciones ligadas a la optimización de los recursos existentes y siempre escasos.

Si confrontamos esa sencilla definición con la compleja realidad política que nos toca vivir, podemos caer en una especie de esquizofrenia. En la extraña, por inhabitual, coyuntura que estamos viviendo en la Unión Europea –como en casi todos los países, pertenecientes o no a la UE–, Gran Bretaña sería un claro ejemplo de propuestas tendentes a la implantación de medidas de política económica que rayan más en la ocurrencia que en un análisis en profundidad, solvente, sobre el momento y modelo económico hacia el que vamos o en el que ya estamos, y qué medidas pueden ser necesarias para lograr un par de cosas: estabilidad, y una mejor, por equitativa, distribución de la riqueza que se genera.

Oímos hasta la saciedad propuestas de subir o bajar impuestos, y poco sobre si el sistema fiscal y sus políticas son las adecuadas o no al momento tecnológico y productivo en el que vivimos. En todo caso, hemos de ser conscientes y, por ello, exigentes, con que las opciones que se pongan en marcha sean coherentes y complementarias con una organización democrática de la sociedad; el gobierno de la mayoría pero con respeto de y a las minorías. Eso, junto con la erradicación del hambre y la pobreza, es lo único que merece la pena. Tecnología y capacidad tenemos, seguramente, falta la voluntad.

Economista