S i digo que no me gusta esta Europa quiero, simplemente, afirmar que no es de mi gusto la institución política que se constituyó jurídicamente con la firma del Tratado de Roma de 1957 y que se ha venido desarrollando a partir de ese momento en la Europa Occidental. Simplemente eso. Por tanto, en modo alguno significa que no sea partidario de Europa. Todo lo contrario, me confieso europeísta convencido.

Sin embargo, la Europa en la que creo, (no es cuestión de entrar ahora en detalle) tiene como fundamentos, en primer lugar, la paz que, en términos kantianos, se denomina perpetua, esa paz entendida como imperativo categórico, esto es como un fin y un deber, alejada del militarismo belicista sobre el que se construyeron los estados modernos en el siglo XIX.

El segundo fundamento se refiere al respeto inequívoco y absoluto a la Voluntad General como exponente máximo de las voluntades de los pueblos y principio político esencial que haga posible la autodeterminación de las auténticas realidades político-culturales europeas.

En tercer lugar, la asunción incuestionable de los Derechos Humanos, no en su versión light de “derechos fundamentales”, sino de su concepción de depósito axiológico soporte de un sistema jurídico liberador del vasallaje al que nos ha sometido ese regalo envenenado del Imperio angloamericano al que genéricamente llamamos mercado.

Por último y en cuarta posición, el establecimiento de una Cultura del Progreso, de la mano de la ciencia y la tecnología innegociablemente al servicio del hombre y de la mujer, esto es, al servicio de la humanidad. Esto significa renunciar definitivamente a la idea de que la mejora del bienestar humano solo pasa por el crecimiento continuo de la cantidad de mercancías y, por tanto, de los beneficios. La idea de Progreso debe estar íntimamente asociada a la creencia de que la mejora del bienestar y el logro pleno de las potencialidades humanas es algo que se realiza fuera del crecimiento infinito de la cantidades producidas y consumidas, fuera del camino de la mercancía y del valor de cambio.

No considero necesario extenderme en reflexiones acerca de los tres primeros fundamentos, pero si, quizás, hacer algún breve comentario que justifique el que he colocado en cuarto lugar: el Progreso. Así pues, abundando, algo más, en este último fundamento pregunto si, a estas alturas de la película, todavía creemos que la idea de Progreso en la que nos ha adoctrinado el capitalismo salvaje tiene algo que ver con el equilibrio entre el hombre y la mujer y el medio, esto es, del ser humano y su entorno.

Es obvio que nos encontramos en un callejón sin salida. No solamente Europa sino la humanidad entera se encuentra atrapada en una mentalidad helicoidal exclusivamente basada en el cálculo perverso entre la aportación positiva que hacen los agentes del progreso tales como la ciencia, la técnica, la industria y la economía, y la posibilidad real y latente de ser aniquilada de manera repentina –mediante, por ejemplo, las armas nucleares–, o a través de la muerte lenta –por ejemplo, de ese cáncer que es la contaminación medioambiental en todas sus variantes–, que esos mismos agentes producen.

A algunos pudo haberles equivocado o confundido, e incluso provocado grandes esperanzas, el hecho de que, durante los años 50, 60 y el primer quinquenio de los 70 del pasado siglo, se diese la impresión de que los países europeos caminaban hacia el Estado social y, ese fuese el camino que seguiría la Comunidad Económica Europea. Esto fue, simplemente, un espejismo que duró el tiempo que los partidos de izquierda y especialmente, los comunistas tuvieron protagonismo en el escenario político. Luego, con su declive, la ilusión dejó paso al conformismo, a pensar que “es lo natural, que así deben ser las cosas”.

Pero esa Europa que se sintetiza en un folio no ha existido nunca y, por tanto, no existe en la actualidad. La Europa, la Comunidad Económica Europea, la Unión Europea, queramos o no, es la Europa que ha traicionado a su propio legado político-cultural conseguido a través de muchos siglos de pensamiento y, también, no podemos ocultar, un alto grado de salvajismo porque Europa, a través de los tiempos, ha sido un verdadero campo de sangre.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el núcleo de países fundadores del Mercado Común (Francia, Italia, Alemania y el Benelux) “compraron” todo el paquete de acuerdos que Estados Unidos en el marco de su plan imperialista, con un gran sentido de la oportunidad, puso en el mercadillo diseñado en la Convención de Bretton Woods, a la vez que les obligaba –no les invitaba– a llevarse consigo, también, el regalo envenenado de todo un sistema ideológico el ideario individualista, egoísta y de antijusticia social. Esto es el modelo neoliberal ideado por Hayek y su escuela del mundo angloamericano. ¡Todo un sistema ideológico! ¡Toda una manera de concebir el mundo y la vida! Este sería, el imaginario colectivo sobre el que se construiría la Europa del mercado común o, si se quiere la Europa de la Unión a partir del Tratado de Roma.

Siento profundamente tener que escribir este artículo, pero mi obligación moral como intelectual me obliga a hacerlo. Yo sé que existen muchas gentes que, de buena fe, creen en esta Europa como una cuestión de fe religiosa. También existen otros muchos a quienes “la faceta magnánima y seductora de la Unión”, esto es, los fondos estructurales, los fondos para los rescates, los fondos, incluso, para realizar funciones poco edificantes –poco importaba que fueran contrarios a los Derechos Humanos–, han parecido como una razón suficiente para defender este proyecto europeo del 57.

Hay otros, los muy interesados neoliberales que han hecho creer que para Europa, al igual que para mundo globalizado, la interdependencia creada por los mercados mundiales y los actores transnacionales se constituiría en el freno de las pulsiones beligerantes de los Estados nación modernos, el poder basado en la persuasión (soft power) suplantaría al poder basado en la fuerza (hard power) Y, por último, la generalidad de la gente, no demasiado interesada en la versión política de la Unión, ha aprendido y hecha suya la metáfora “fuera de la Unión, llueve mucho o que, al margen de ella, hace mucho frío” y la repiten como si a esa conclusión hubieran llegado tras largas y profundas reflexiones.

Lo que en Europa está ocurriendo en este momento y que se interpreta como una crisis (para algunos económica, para otros, política, y para los más “originales” de civilización), tiene que ver, simplemente, en lo general, con la evolución del sistema capitalista y, en lo que respecta a Europa en particular, con –por no utilizar otro término más concluyente– su errática constitución.

La guerra ruso-ucraniana, ya lo hizo anteriormente la de los Balcanes, ha mostrado las costuras de la Unión Europea. Lo que llamamos, comúnmente Europa, el Mercado Común Europeo es el resultado de una profunda e inconfesada aculturación ideológica materializada de la manera más sutil. Tendríamos que retrotraernos 1.000 años en el tiempo para encontrar la fórmula política que hoy se vuelve a emplear. Al igual que, el modelo feudal con el imaginario colectivo de la cristiandad se creó –no quisiera ser irreverente– a través de un derecho que se aceptaba porque procedía de Dios, es decir, venía de otra parte desconocida e incuestionable.

Hoy, el modelo capitalista neoliberal con su correspondiente ideología liberal radical (ajena al imaginario comunitario continental europeo) está siendo materializado en los diferentes países que conforman la Unión, a través de un derecho que vuelve a venir de fuera, que sabemos a qué fundamentos obedece, que ignoramos las fuerzas que lo producen y que lo aceptamos sin cuestionamiento alguno porque “lo dice Europa”.

La realidad es que tras ese “lo dice Europa” se esconde –lo repito una vez más– la ideología que predica e impone el Imperio angloamericano y que se concreta en más militarismo, no en la paz, en menos Estado (la pseudo “democracia de protección”), los Derechos Humanos, como espantajo retórico y solo a conveniencia, y el Progreso por el Progreso al servicio del mercado. Es el proyecto ideado al otro lado del Atlántico y escenificado en la Convención de Bretton Woods.

¡Esa no es la Europa que yo quiero! ¡Esta es la Europa que diseñó el Imperio angloamericano! ¡Esta es la Europa de la Gran Aculturación Histórica! ¡Es la Europa que aceptó el camino de la dependencia y la servidumbre! ¡Es la lección que nos da la guerra en Ucrania, donde Europa ya no es dueña de su futuro! ¿Y… el futuro? Saquen ustedes sus conclusiones.

Catedrático Emérito de Filosofía del Derecho de la UPV/EHU