es incuestionable que la educación es futuro, es transformación. A su vez, la sociedad, el mundo, ha cambiado enormemente en las últimas décadas. Siendo así, ¿cómo puede ser que el sistema educativo en general y las escuelas en particular, hayan cambiado tan poco en los últimos años?

Cuando comencé la carrera de Magisterio, mi ilusión era poder poner un granito de arena en la sociedad del futuro. Para mí, la educación era y sigue siendo uno de los pilares básicos de la sociedad, que requiere de gran responsabilidad y compromiso, y que reporta además mucha satisfacción. Mediante nuestro trabajo, podemos acompañar a los niños y niñas en sus procesos de transformación. Podemos aprender junto con ellos y ellas, y compartir innumerables experiencias. Con ellos y ellas he aprendido a esperar, a escuchar, a observar. He tenido el lujo de poder aprender y asombrarme. Pero muy a mi pesar he podido comprobar que esa ilusión, ese asombro que es natural en la infancia, va desapareciendo conforme los niños y niñas van subiendo escalones del sistema educativo. Y es que en cuanto entran en la escuela de los mayores las cosas ya se ponen serias. Empezamos a apretar el acelerador y pronto surgen problemas donde no los hay. Da igual que en el currículum la lectura no aparezca hasta primaria, el alumnado que está en infantil tiene que saber leer para cuando pasa a primaria. Alguien tendrá que informar a las familias de que esto no es obligatorio y que no pasa nada si su hijo o hija no muestra interés por la lectoescritura en educación infantil ¿no? Que su hijo o hija, más tarde o más temprano, va a tener curiosidad por saber lo que lee su madre en el periódico o lo que pone en el cartel de la parada de bus. Esa curiosidad intrínseca es la que le va a llevar a tener la motivación para aprender a leer y escribir. Quizá no a los 4 años, puede que a los 7, y ¿qué problema hay? Aunque en clase de pedagogía todos aprendimos que cada niño y niña era diferente, en la práctica parece que todos tienen que hacer todo a la vez. Nos empeñamos en algo imposible (e indeseable, por qué no decirlo) y generamos a su vez frustraciones y problemas donde no los hay.

Con esa filosofía llegan las pruebas estandarizadas. Pruebas que son iguales para todo el alumnado sin tener en cuenta ni su proceso de desarrollo ni el entorno social y cultural en el que vive. Si todos los alumnos son diferentes, ¿cómo se puede valorar con la misma vara de medir a todos? ¿Para qué nos sirve realmente hacer este tipo de pruebas? ¿Qué objetivo real tienen? En mayo se prevé pasar las primeras pruebas estandarizadas que establece la Lomce. Desde septiembre hay centros que están preparando estas pruebas, dedicando horas a hacer exámenes y sometiendo a niños y niñas a un estrés que no tiene ni pies ni cabeza. ¿Me podría decir alguien qué sentido tiene? Este tipo de pruebas son, en primer lugar, inútiles porque no sirven para medir ni el verdadero aprendizaje, que no cabe en una prueba, ni la calidad de la educación. En segundo lugar, generan un efecto perverso, puesto que destruyen la motivación interna y natural que niños y niñas tienen por aprender algo, y la sustituyen por una motivación basada en la aceptación externa. Se genera también una dinámica de competición, provocando una carrera selectiva, con ganadores y perdedores. Por si fuera poco, los exámenes y pruebas en esta etapa suponen para el alumnado estrés y ansiedad. Da igual lo que sepas, eres juzgado por ese resultado. No se trata de demostrar lo que sabes, sino de pasar por el aro.

Los resultados del sistema educativo no se mejoran presionando al alumnado y al profesorado cada vez más. Tenemos que tener claro que estas pruebas no tienen como objetivo mejorar el sistema educativo. Por ello, creo que va siendo hora de que nos sentemos a hablar y reflexionar sobre lo que está pasando en los centros educativos y planteemos una apertura para que toda la comunidad educativa pueda participar y decidir sobre el modelo de escuela que quiere. No tengamos miedo a opinar, a participar y a confrontar. Cuando algo no funciona y creemos que no es beneficioso para nuestro alumnado, hijos o hijas tenemos que decirlo y si es necesario plantarnos. ¿Por qué no? Otro tipo de escuela es posible, existen escuelas que lo corroboran. Una escuela más respetuosa con los procesos de los niños y niñas, en la que realmente se escucha al alumnado y se parte de sus intereses para hacer de ella un espacio amable y lleno de posibilidades. Donde el alumnado se siente cómodo, seguro y con ganas de investigar.

Si queremos mejorar, tendremos que dibujar otro tipo de escuela que va en sentido contrario al que marca la Lomce. Pero tendremos que trabajar y luchar por esa escuela. De momento digamos alto y claro: ¡Menos pruebas y más educación!