VITORIA – Podría haber sido cocinero. De hecho, su apellido le delata: Ballarín, nombre del histórico restaurante de la calle Herrería abierto en su día por sus abuelos Leo y Lola, y que desde hace años tiene otra gerencia.

Sin embargo, pese a haberse criado entre fogones, a Iker lo que le apasionaba desde niño eran los deportes. Practicaba judo y ansiaba más. Por eso, cuando su madre le preguntó qué otra extraescolar quería hacer en la ikastola de Durana, él tenía claro que iba a ser otro deporte.

El abanico de alternativas era grande. Ajedrez, pelota, rugby, fútbol, baloncesto... Pues bien, el vitoriano decidió trialsín, una opción que no fue recibida con agrado por su familia. “Lo veían muy peligroso y me dijeron que no, por lo que me apuntaron a ciclismo”.

Una llegada al que fue su deporte por azar. Un golpe de suerte. Y es que como reconoce Iker, en su casa, pese a que les gusta el deporte y buena prueba de ello es que su madre Mari Carmen completó en 2018 la durísima Hiru Haundiak, no había tradición ciclista. “Un tío sí que andaba en bici y una vez cumplí los diez años ya me dio algunos consejos”, rememora el corredor formado en la Sociedad Ciclista Iturribero y que después en categoría aficionada militó en el Infisport, Telcom, Ampo y Laboral Kutxa, antes de dar el salto al profesionalismo de la mano del Euskaltel-Euskadi en la temporada 2020.

La escuadra naranja se hizo con los servicios de un prometedor corredor que en su tercer año en el campo amateur consiguió una victoria en Tolosa y que en su cuarta y última temporada de aficionado añadió a su palmarés otro triunfo en el Santuario de Oro, el Campeonato de Euskadi en Markina y la general del Torneo Lehendakari. El premio a la regularidad.

Un nuevo paso en su camino como ciclista que se inició de forma fortuita. “Una casualidad”, recuerda. Por eso, el corredor alavés se alegra de que en su momento en casa no vieran los peligros que acechan al corredor en la carretera. “Cuando eres niño y vas a 10 kilómetros por hora, pues no es peligroso, pero si llegan a saber cómo es ahora igual se lo piensan”, reconoce.

Y es que Iker Ballarín ya se ha llevado más de un susto, el más grande en diciembre de 2018 en Eibar. “Estaba terminando de entrenar. A solo cinco minutos de la residencia, en Mallabia, cerca de la fábrica de Orbea, se me cruzó un coche y acabé empotrado contra él. Los cristales me provocaron un gran corte en el cuello y comencé a sangrar bastante”. Susto. Al menos, quedó en eso. De hecho, tan solo dos semanas después, una vez que cicatrizaron las heridas ya estaba entrenando de nuevo en el rodillo. Los ciclistas están hechos de otra pasta.

Eso sí, quedó grabado en su memoria. Desde entonces cumple un ritual antes de salir a entrenar. “Me despido y no me voy hasta que se despiden de mí”. Quiere escucharles por si pasa algo. Cosas del destino. Bien lo sabe Ballarín, el niño que quería hacer trialsín y acabó siendo ciclista.