“Te vamos a matar”; te vamos a violar”. María (pseudónimo) estuvo tres días sin salir de casa, con el móvil vibrando sin parar, hasta el punto de “quitar notificaciones para poder respirar”. Su activismo público y la repercusión que adquirió desembocaron en un hostigamiento digital, cuyas secuelas fueron la hipervigilancia, ansiedad encarnada, pesadillas y autocensura: “Te piensas mil veces antes de tuitear”.
Resultan demoledores los testimonios recogidos en las entrevistas personales a mujeres reconocidas (youtubers, actrices, periodistas, activistas o profesoras universitarias) que han sufrido en sus carnes esta violencia machista por su activismo feminista o LGTBI+ en redes.
X (antes Twitter) se percibe como el espacio más agresivo: aunque ha sido útil para campañas feministas (#MeToo, #Cuéntalo), muchas activistas lo abandonan por el aumento del acoso y la falta de control, especialmente desde que Elon Musk compró la plataforma y apoyó públicamente a Trump.
El caso señalado de María es claro. Y su estrategia personal hoy es la retirada parcial de las redes: Instagram como “paraíso” de baja exposición, “Twitter en modo observadora” y con “intervenciones muy puntuales”. Para ella, “claudicar fue sobrevivir”, aunque le duela recomendarlo a otras.
“No exponerse tanto”
A Ana (pseudónimo), por ejemplo, una publicación en el medio en el que trabajaba le provocó empezar a recibir amenazas inmediatas, acompañadas de “imágenes de mujeres asesinadas en cunetas”. Decidió no denunciar, pues no confiaba en la policía.
La primera decisión del medio en el que trabajaba fue “cerrar los comentarios en la web” y establecer “rutinas de cuidado en el local, como entrar o salir juntas para no enfrentar solas las consecuencias de ataques físicos”. A nivel individual, optó por limitar notificaciones y bloquear la visibilidad de respuestas en Twitter, lo que le permitió sostener mejor la exposición.
De cara al futuro, recomienda a medios similares no exponerse tanto personalmente, evitar centrar la comunicación en caras concretas. Y lamenta que la respuesta institucional actual es ineficaz y que la capacidad de defensa sigue estando, en gran medida, en las estrategias colectivas y feministas de cuidado.
Objetivo de los “señoros”
“Zorra”, “gorda”, “vieja”, “te violaría…”. Insultos y ataques propios de “señoros” de 50 o 60 años, especialmente desde grupos de custodia compartida”, fue lo que le tocó a Lucía (pseudónimo). El precio por su activismo feminista desde el atril que le proporcionaba su profesión vinculada al mundo del espectáculo.
Esta activista feminista sitúa 2018 como pico de fuerza del movimiento feminista y 2019 como el momento en que la división interna abrió otro frente para personas como ella, un “campo libre” para más violencia digital: ultraderecha, youtubers y a partir de entonces también feministas enfrentadas que cancelaban, señalaban y le cerraban trabajos. Le duele más la herida que viene de compañeras que la esperable de los machistas: el anonimato con bandera feminista llamándola “vendida”, “barriobajera”, pesó más que los “te voy a matar”.
El impacto personal que sufrió fue profundo: “depresión y una anorexia restrictiva atípica”, además de medicación, terapia y una separación de pareja afectada por “años de exposición y angustia”.
Como otras compañeras, siente que la violencia la “corrigió” y reconoce abiertamente que “hoy no grabaría vídeos tan frontalmente como antes”.
“Amenazas de muerte”
Idoia, periodista y feminista vasca, recibió su primera amenaza de muerte a raíz de sus primeros vídeos en YouTube, ya hace una década. Desde entonces, asegura que no conoce las redes sin violencia.
YouTube fue especialmente duro, con “comentarios interminables, sin límite de caracteres”, con “insultos y amenazas explícitas”, que luego Twitter amplificó. Además, fue objetivo habitual en foros como Forocoches o Burbuja.info. Sufrió doxing: la publicación de su teléfono, matrícula de vehículo y DN, lo que le llevó a recibir llamadas masivas con amenazas sexuales, inclusión en grupos de WhatsApp con pornografía violenta o fotos de menores, pintadas con su nombre y carteles en las calles.
Tuvo que invertir en medidas de seguridad: cambiar números de teléfono, instalar alarma en casa, tomar clases de autodefensa, acudir a terapia y contar con una abogada. Sus denuncias nunca prosperaron. Ha llevado a comisarías y juzgados dossieres “con pruebas clarísimas y aun así no se abrió ninguna investigación”. Y relata, con frustración, cómo agentes de la Ertzaintza le pedían deletrear “Twitter” o confundían “nick” con “link”.
Un acoso digital que le provocó ansiedad crónica y una fobia al teléfono, que le llevaron a reorientar su trabajo hacia otros ámbitos. Considera necesario “hacer pedagogía” para acabar con este tipo de acoso, pero sobre todo el “fin de la impunidad”, con “sanciones reales”, tanto para usuarios como para plataformas que permiten el odio.
“La apestada de Internet”
Sara (pseudónimo) comenzó a crear contenido en Internet y a poder ganarse la vida con ello, pero su sueño se transformó en “pesadilla” cuando decidió anunciar públicamente su ruptura con su popular expareja, que respondió con un vídeo “lleno de descalificaciones” y conversaciones privadas.
Lo que siguió fue devastador: una campaña de acoso masivo, con miles de notificaciones por minuto, insultos misóginos constantes y rumores falsos. En pocas semanas, su canal perdió decenas de miles de suscriptores y lo que había construido durante años se desplomó en cuestión de días.
El acoso no quedó limitado al mundo digital. Afirma haber recibió insultos en la calle y que incluso fue “escupida” y que su familia llegó a ser agredida en su propia casa. Intentó recurrir a la justicia. Entregó su teléfono con todas las pruebas, pero permaneció requisado más de un año sin ser peritado. Las órdenes de alejamiento que solicitó fueron rechazadas y recuerda cómo la falta de formación digital de jueces y policías hacía imposible entender la magnitud de la violencia que vivía.
Sufrió ataques de pánico que llegaban a provocarle desmayos. Durante años se sintió como “la apestada de Internet” y de ello ha extraído que “no se puede luchar sola contra hordas de odio coordinado”, por lo que optó por priorizar su salud mental, reducir su presencia en espacios hostiles y habitar aquellos donde se siente “más cuidada”.
La “pesadilla” académica de Nerea
El sueño académico de Nerea (pseudónimo), una joven doctora en Derecho Laboral, se cumplió cuando accedió a impartir clases en una universidad. Pero un día se le empezó a llenar el correo profesional de mensajes. Primero fueron insultos; después, amenazas sexuales explícitas. Más tarde, relatos pormenorizados, delirantes y “obscenos”, con nombres y apellidos de personas de la universidad. En total, uno 400 correos.
Pidió ayuda y la universidad bloqueó los envíos desde aquella dirección. Pero el silencio apenas duró unos meses, lo que el remitente tardó en reaparecer con otro correo. El sindicato al que recurrió confirmó que no era el único caso: “había al menos dos investigadoras jóvenes recibiendo mensajes del mismo estilo”. os protocolos de acoso existentes estaban pensados para alumnado y contactos identificables. La pesadilla cesó, en su caso, el día que decidió contestar de forma clara y contundente, instando a su acosador a decirle lo que quisiera a la cara. Que no fuese un cobarde. Después de aquel mensaje, no llegó ninguno más.