La vuelta al cole es una realidad, una experiencia que puede ser tan gozosa como traumática, porque el sentir va por barrios entre los miles de estudiantes de infantil y secundaria que vuelven a verse las caras tras un largo verano. Se impone un cambio de rutinas que, al menos durante este primer día, se ha desarrollado sin demasiados contratiempos, lo cual tiene un mérito añadido si los protagonistas son escolares de tan solo dos años.

June Rodríguez, aferrada a su peluche de Pepa Pig, jugaba esta mañana en Axular Lizeoa. De aquí para allá por la ikastola aunque, eso sí, sin separarse demasiado de su padre, Juan Diego Rodríguez, de 45 años. Unos y otros están en periodo de adaptación. “Esta mañana, cuando le traía, he estado pensando que va a estar aquí hasta 2039”. El padre lo dice en clave de humor, pero es tan cierto como que su hija ha empezado el cole, y se abre desde hoy para ella una etapa escolar que concluirá en este centro con su mayoría de edad.

De ahí que sea tan importante el comienzo, porque hay que sentar unas sólidas bases. Y qué mejor que hacerlo jugando en el porche de la ikastola. “Fue con el covid cuando empezamos a hacer la adaptación en el exterior. Es uno de esos cambios que trajo la pandemia y que han venido para quedarse. La verdad es que así funcionamos mejor”. Arantxa Azpiroz es la coordinadora de Educación Infantil en la ikastola.

Aprender a convivir

Hoy hablaba con aitas, amas, amonas, toda esa red social tan necesaria que pivota estos días en torno a unos menores que hasta ahora eran los reyes y reinas de su casa, y que ahora tienen que aprender a convivir con sus iguales.

Y han comenzado a hacerlo en grupos de 16, durante tres cuartos de hora. Una toma de contacto en la que ellos y ellas juegan como si estuvieran en el parque, sin perder la referencia visual de sus familiares. El primer cambio importante llegará mañana, cuando pasen a estar una hora en el centro, y además adentro, en la gela. “Por lo general entran todos, aunque contamos con cuatro profesoras, y dos más a partir del lunes, así que los abrazos están garantizados”, sonríe la tutora del aula de cuatro años. Con más de tres décadas de experiencia, conoce a la perfección ese universo tan personal que es cada niño por dentro.

A Diego Rodríguez no se le veía esta mañana especialmente preocupado. La experiencia es un grado y este vitoriano de 45 años, que vive en Donostia desde que cumplió los 17, ya sabe lo que es la adaptación. Lo dice mirando a su hijo Adur, de siete años, que le acompaña. “June ha tenido la referencia de su hermano, y todo ha sido más fácil. Ahí está, a su bola, jugando. Con Adur, en cambio, fue terrible. Me tenía que ir de la gela haciendo el moonwalker”, rememoraba esta mañana, en alusión al conocido paso hacia atrás de Michael Jackson.

Dos hijos de un mismo padre, Adur y June, y dos rasgos de carácter bien diferentes. De ahí que, como dice la profesora, las pautas que siguen estos días están bien marcadas por el centro pero siempre lo hacen con la suficiente flexibilidad “porque cada niño es un mundo, y vienen a un terreno desconocido”.

Colaboración familiar

La colaboración de las familias, como podía apreciarse esta mañana en la ikastola, “es fundamental. Al fin y al cabo se trata de que estos nuevos escolares “estén a gusto” y vayan ganando seguridad en su futura etapa escolar y vital. El viernes que viene darán un pasito más en esa dirección, entrando en las aulas durante toda la mañana. Lo harán los 49 alumnos de dos años, estos días repartidos en tres grupos.

Son días de esfuerzo, y no solo para los más pequeños. Este periodo de adaptación tan importante coloca a muchas familias ante una difícil tesitura con horarios imposibles de cuadrar, y una más que compleja conciliación. “Yo tengo flexibilidad laboral, y están los abuelos. Nos arreglamos, pero la verdad es que estos días son muy problemáticos para muchos padres. De hecho, hay compañeros de trabajo que se tienen que coger vacaciones”, reconoce Rodríguez, que sigue jugando con sus hijos en el porche.

Hay un niño que no le quita ojo. Se llama Eki. “Es muy observador”, dice su madre, Argiñe Merino, de 35 años. Como June, Eki también tiene un hermano mayor, de cinco años, cuya referencia le permite adaptarse a todo este mundo nuevo de una manera menos traumática. “Hoy todo va bien pero ya veremos mañana, cuando se quede adentro una hora”, sonríe la madre.