Escalera de la dignidad. Ascendía Manuel la escalinata que da acceso al recibidor del Hospital Donostia, bautizada de esa guisa por los príncipes protestantes, escenario de sus concentraciones semanales para mostrar silenciosamente su disconformidad con ciertas medidas.

En ese momento quizás era un poco menos digna por la suciedad que acumulaba con motivo de la protesta de una parte del personal de limpieza del centro. Tampoco tenía prisa y se entretuvo leyendo algunos pasquines. Gracioso, que no insultante ni grosero –de serlo lo habría arrancado–, uno dedicado a la consejera, fregona en mano. Entra en su sueldo. Otros, con las reivindicaciones del colectivo. Al parecer, existen dos cuerpos de limpieza: el oficial, empleados de Osakidetza, y otro, formado por personal de una empresa externa, de esas que, dicen, tienen carnet. Los componentes de ambos colectivos hacen las mismas tareas y perciben idéntica remuneración pero, a la hora de la verdad, el personal de la Casa disfruta de pluses, antigüedades y otros derechos, mientras que los segundos se quedan en las mismas condiciones con las que ingresaron, acentuándose cada año la brecha por las faltas de actualización. Si es así, parece razonable que se mosqueen.

Me imagino que fue una adjudicación legal, sospechosa como suelen ser las frecuentes contratas de este tipo de empresas con las administraciones, pero legal. Es legítimo que la empresa quiera obtener sus beneficios, pero no parece ético que sea a costa de sus operarias. Y si la adjudicataria no responde, lógico sería que Osakidetza buscara una solución, a pesar de las presuntas vinculaciones que pudieran existir, recurriendo, si preciso fuera, en primera instancia, a asociaciones de pacientes como mediadores.

Respecto a la suciedad, era un tanto impostada: pegatinas, virutas de papel, pasquines, nada que no se pudiera quitar en una mañana, pero que, dando un aspecto cutre-salchichero, demostraban el cabreo del personal. En absoluto restos de comidas u otros elementos orgánicos que pudieran concitar la presencia de insectos o roedores. En las habitaciones y sus servicios, pasillos o salas, la limpieza era la propia de un hospital y en ello se afanaban enfermeras y auxiliares, precarios en su mayoría, solícitos, eficaces y eficientes todos, por pundonor profesional.

Mientras las limpiadoras mileuristas peleaban por lo suyo, la prensa hacía mención a los sueldos brutos que percibirán alcalde, delegados y portavoces. División de opiniones entre el respetable. Para muchos, un pelín altos, para unos pocos, incluidos los interesados supongo, bajos. Para la mayoría y especialmente para los que conocemos sus perfiles y trayectorias profesionales, vergonzosos. Ninguno percibiría esas cantidades en la empresa privada o como autónomo.

AL QUIRÓFANO

El auxiliar de enfermería le recordó que debía prepararse para el traslado al quirófano, hacia las ocho.

A esa hora hizo su estelar aparición una fornida y atolondrada camillera, enfundada en su gris uniforme. Agarró con fuerza el piecero de la cama articulada e intentó, ante el estupor del compañero de habitación que creía asistir a un secuestro, arrastrar el artilugio. Manuel, estupefacto, le advirtió de que estaba frenada y que previamente debería desconectar las tomas de corriente del sistema de llamada y del motor. No insistió en elevar el somier para facilitar el manejo. No era el momento de comentar la tercera ley de Newton y la fuerza de rozamiento. Tampoco izó las barandillas.

El propio paciente se levantó y, ante el asombro de la interfecta, desactivó el pedal del freno, desconectó el enchufe y regresó al catre. Libre de ataduras, comenzó la maniobra de salida de la habitación. Al ciar, colisionó con una silla, que derribó con el ruido consiguiente y embistió a la otra cama, poniendo en riesgo de caída a su ocupante, que no paró de reírse.

Empujando ahora el cabecero, accedió violentamente al pasillo, impactando con un carrito lleno de sacos de ropa usada que, obviamente, derribó, esparciéndose la carga y haciendo frenar de golpe a una auxiliar que empujaba una torre de constantes. La ardorosa camillera se disculpó.

Avanzaba ahora veloz por el pasillo ondeando en uno de los portasueros una mascarilla blanca que le daba un aire de vehículo oficial, cuando rozó por la amura de estribor el quicio de la puerta cortafuegos, con el consiguiente estruendo. Manuel, agarrado fuertemente al colchón, dio un bote sobre la cama desprovista de protecciones laterales.

Las personas que pululaban por el pasillo, atónitas frente a lo que avanza sin control aparente, buscaban refugio en despachos y salas o intentaban arrimarse a la pared, mimetizándose con ella, como lo hace la mocina sanferminera en la Cuesta de Mercaderes al paso de los Victorinos.

La impetuosa auriga se justificó con el paciente, argumentando que era su primer día de trabajo; éste le sugirió tranquilidad. Es a él a quien le corresponde estar nervioso y no riendo a carcajadas, mientras que los pocos testigos que aún permanecían en el pasillo se preguntaban por el tipo de medicación que les habían administrado a ambos.

Frenazo en seco, esta vez ante un mostrador, para preguntarle a una enfermera por el ascensor hacia los quirófanos. Se lo explicó con cierta prevención. Arrancó de nuevo, giro a la izquierda y accedieron al elevador, friccionando levemente la banda de babor y chocando con el fondo del ascensor Schindler. Debemos felicitar a la gerencia por instalar un ascensor tan robusto; si el habitáculo fuera de peor calidad, es posible que el paciente hubiera salido despedido y ahora estaría con su camisón pringado de grasa, haciendo compañía a los tripulantes del Titan.

La aventura finalizó depositando cama y paciente a la puerta del quirófano, donde alguien, con buen criterio, retiró la mascarilla-banderín.

Hoy domingo

Ensalada de tomate y alcachofas. Xapo al horno patatitas panadera. Melón. Infusión de manzanilla. Agua del Añarbe. l