Recuerda la espesa niebla, los coches ardiendo, cómo otros se seguían empotrando, una explosión, una rueda que se le venía encima, un Ford Sierra subido a empellones encima de otros dos vehículos... Pero si algo le estremece al fotógrafo Luis García de Diego de entre todo ese amasijo almacenado en su memoria es la escena de un hombre desolado junto a sus dos hijos pequeños. “El padre estaba a la cabeza del accidente hablando con ellos, llorando. La madre no había podido salir. Imagínate la tensión, los nervios... La niña le dijo: Aita, prométeme que no te vas a volver a casar. Yo creo que se dio cuenta de que su madre se había quedado dentro. Me impactó muchísimo. Ahora mismo tengo los pelos como escarpias”, confiesa el reportero gráfico que por aquel entonces trabajaba para el diario Deia.
Han pasado ya 25 años desde que aquel tramo de la autopista A-8, entonces denominada Bilbao-Behobia, cercano a Zornotza quedó convertido en un auténtico infierno. La densa niebla se antojó un telón de acero. El exceso de velocidad de algunos conductores avivó la tragedia. Hasta 25 vehículos colisionaron en cadena, 17 personas fallecieron calcinadas, otra murió posteriormente en el hospital y medio centenar más resultaron heridas. Un dramático balance que le hizo pasar a la historia como el accidente de tráfico más grave registrado en Euskadi.
Pese al tiempo transcurrido, esta catástrofe es, dice Luis, de las que “no se olvidan”. Por el número de víctimas y “por lo trágico que es, todo junto en 50 metros de carretera”. Máxime cuando eres de los primeros en llegar, como él. “Alguna vez que hay niebla densa te viene el recuerdo de aquel día”, confiesa. Iba a Elorrio a fotografiar perros de rescate y terminó inmortalizando un desastre. De cómo le adelantaban los coches, entre ellos el de ETB. “Me tocaron la bocina para saludarme. En él iba Borja, uno de los fallecidos”, lamenta.
La película echa a andar según la cuenta. “De repente, dentro de la niebla, me encontré con un muro de coches ardiendo”. Frenó y echó marcha atrás para alejarse del fuego. Aparcó en el arcén y cruzó la mediana con sus cámaras. “Seguían chocándose coches contra los que estaban amontonados. Venían rápido y no los llegaban a ver a tiempo”. Llegó un coche de la Ertzaintza. La fotografía del agente pasando junto a la maraña de carrocerías en llamas fue la primera que sacó. “Lo siguiente que recuerdo es una explosión y que se nos vino encima una rueda con el palier, el trapecio y todos los hierros. Nos apartamos y cayó allí mismo”.
Recuerda todo eso. Y el caos. Y a una chica que estaba “tirada en el suelo pataleando y dando puñetazos” porque una amiga suya había quedado atrapada en aquella trampa mortal. Una porción del drama que al día siguiente, el 7 de diciembre de 1991, quedó plasmada en la portada de muchos periódicos. Si nada pudieron hacer los implicados por algunos de sus seres queridos, él mucho menos. “Son momentos donde te ves impotente. Hay una bola de fuego y tú no puedes hacer nada, no puedes entrar dentro. Ahí hay temperaturas de mil grados o más. Era el puente de la Constitución, mucha gente iba a San Juan de Luz o a Jaca a esquiar y los depósitos iban llenos de combustible. Supongo que eso ayudó a todo el desastre”, aventura.
Luis vio más de lo que cuenta. Se lo calla por respeto. “Hay imágenes impactantes que no se van a borrar en la vida. Cuando la Ertzaintza y las grúas empezaron a llevar los vehículos al restop de Amorebieta y veías lo que quedaba dentro...”. Lo omite, pero sigue grabado en su retina. Es lo que tiene contemplar desde primera fila un escenario dantesco. “Hay cosas que te marcan, como el olor. Luego llegabas a casa y la ama estaba poniendo carne y te ibas directamente al baño. Hubo una temporada en que esos olores, esos recuerdos...”, revive. Tampoco ha olvidado el calor, que era “horrible”. De hecho, una vez retiraron los coches, “había charcos del aluminio de los motores fundidos en el suelo”.
Con todos los accesos cortados, salvo para los vehículos de emergencias, el reportero gráfico trabajó a solas durante bastante tiempo. Enviar una imagen con el telefoto, una vez revelada, llevaba aproximadamente veinte minutos. “Estuve transmitiendo fotos a veinte o treinta periódicos hasta las doce de la noche, que me fui para casa. Llegué agotado porque fue un día tremendamente tenso a nivel personal y profesional”. Su madre también sufrió lo suyo al no poder localizarlo. “Entonces no había teléfonos móviles. Las comunicaciones eran a través de buscas y cabinas de teléfono. Supongo que mi madre sabría a dónde iba yo. Recuerdo que me llegaban un montón de avisos al busca de Llame urgentemente a casa. Hasta que un tío escolapio me vio en el telediario y llamó a mi casa para decir que estaba bien. Mi madre estaba temblando”.
Luis jamas volvió a cubrir un accidente de tal calibre, aunque hubo atentados, dice, que le conmocionaron especialmente. “Recuerdo el de la joven Koro Villamudria o el del niño de Erandio Fabio Moreno. Me acuerdo de los nombres y yo tengo muy mala memoria, pero esas cosas te impactan, no sé si más o menos o de diferente manera. Igual que cosas felices que también recuerdas”.
“Tuvo que ser terrible” A Fernando Izaguirre, actual presidente y por aquel entonces delegado de la DYA en Galdakao, la tragedia de la A-8 también le dejó huella. No en vano llegó al lugar en la segunda ambulancia, apenas doce minutos después de la llamada de SOS Deiak alertando de que “había un accidente con muchos coches implicados, fuego y gente atrapada gritando”. Él no llegó a oír a las víctimas, pero recuperando los cadáveres se hizo cargo. “Había dos que estaban abrazados. Tanto amor en una situación tan terrible duele. No es un accidente de avión, que en unos segundos se acaba todo. No sé lo que duró, pero tuvo que ser terrible”, lamenta.
La noche anterior Fernando estaba de guardia. Minutos antes de las once de la mañana recibió el aviso y apenas paró hasta las siete de la tarde. “Al llegar nos encontramos 25 coches ardiendo y unas 50 personas heridas, algunas con quemaduras, deambulando como sonámbulos. Trasladamos a un señor mayor al hospital de Basurto y cuando volvimos ya estaban los bomberos, los ertzainas, los de mantenimiento de la autopista, que trabajaron como leones, y las ambulancias de Cruz Roja y DYA, que tenían el tema de los heridos organizado”, relata.
Como contrapunto a la tragedia guarda un muy buen recuerdo de la profesionalidad de quienes trabajaron en aquel dispositivo. “Todo el mundo tenía ganas de ayudar. Allí nadie pidió comida ni se preguntó por la hora. Era un sentimiento de mucho silencio y todo el mundo intentando solucionar cuanto antes lo que había ocurrido, terminar con ese escenario con mucho respeto”, cuenta. No solo se acuerda de las conversaciones que mantuvo con otros efectivos. También de “la cara de Juan Mari Atutxa cuando llegó allí y mira que era un consejero que venía sufriendo los años de los atentados...”.
Tampoco ha podido olvidar a aquel hombre que, desesperado, trataba de localizar a su hijo. “Saltó el cordón policial. Estaban los cuerpos, las bolsas, era un espectáculo dantesco... No era Oiz, pero un accidente de tráfico con 17 cadáveres allí era algo impactante. El hombre agitó los brazos de forma violenta, con la impotencia esa, y la Ertzaintza controló la escena con mucho cariño. Son esas imágenes las que te quedas. Ahí es donde fui un poco consciente. Me impactó muchísimo”, reconoce. Aquel padre no fue el único que sintió un nudo en el estómago al saber que había habido un accidente en la autopista con 17 víctimas mortales. “Si tu familiar había salido para Durango o Donostia no tenías forma de localizarlo. Ahora coges el móvil y llamas, pero antes era la angustia absoluta hasta que se daba la lista de fallecidos o ese familiar volvía a la noche, si había ido a pasar el día, porque era festivo”, explica.
“No soportaba un cigarro” Lejos de terminar su jornada, quedaba la parte más dura. “El traslado de los coches con las grúas hasta el restop se hizo eterno. Allí fuimos sacando los cuerpos, identificando lo que podíamos, metiendo los documentos que tenían al lado en la bolsa... Esa es la parte más desagradable y que uno menos quiere recordar. Es algo que tienes grabado”, confiesa. El trabajo fue minucioso y les llevó su tiempo. “Fue una tarea lenta. Las carrocerías estaban calcinadas y los restos hechos un amasijo de hierros”, detalla. Localizando, con la ayuda de dos mecánicos, dónde estaba el número de bastidor, fueron hilvanando poco a poco a las víctimas con los modelos de los vehículos. “Para la tarde noche se identificaron prácticamente todos los cuerpos. De hecho, la Ertzaintza fue felicitada por lo rápido que lo hicieron”.
Fernando llegó a la base al caer la tarde. Aún le quedaba redactar el informe. “Recuerdo el momento en que nos marchamos. Iba un poco roto, porque mientras estás trabajando estás en automático. Cuando paras es cuando te entra la angustia y eres más consciente del dolor”, se sincera. El cansancio y el estrés le pasaron factura. El impacto emocional fue tal que las tres noches siguientes tuvo pesadillas. “No podía soportar que alguien me diera un cigarro por el olor que se me había metido hasta dentro. No se olvida en la vida. Queda muy grabado”, reitera. La cicatriz perdura. Durante años también lo hizo sobre el asfalto. “Había 60 metros de carretera con otro color por el parche que hicieron. Cuando paso por ahí es imposible que no me acuerde de aquello. Nunca lo vamos a olvidar. Es parte de la historia de cada uno”, sentencia.