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"estoy soñando"

A las 6.01 horas de ayer (hora de Euskadi) tocó a su fin el martirio de los arrantzales del "Alakrana". Ya veían el puerto de Victoria. Unos minutos después estaban abrazando a sus familiares. Los tripulantes vascos podrán hacerlo hoy.

"estoy soñando"

LOS recuerdos corrosivos se agolpan cuando la mirada raya el límite para tropezar con la isla de Mahé y su capital, Victoria, iluminada ya desde las 6.00 horas por una luz cegadora que abrasa. Allí, en tierra, se acaba el martirio. 47 días en el alambre. "Al final", dicen los arrantzales, "nos sacaron de aquel infierno". El Alakrana, fondeado en la entrada de Port Victoria, comienza la maniobra para acercar la tierra. Rugen sus motores y al cielo abierto de las Seychelles se eleva un hilo negro de humo. La proa apunta a casa.

Avanza el Alakrana. Va llegando en un lento navegar deslizándose por el agua calma del puerto. Escondidos los ojos tras unas gafas de sol, en el puente de mando, Ricardo Blach, el patrón del atunero, alimenta una lágrima. "El infierno, el infierno? Pero salimos". Una cucharada de felicidad para la gota salina que baila en el ojo. Todos piensan lo mismo, también los anónimos arrantzales. El puerto está cada vez más cerca.

Ya llega. La maniobra le exige virar a babor. El barco gira y ya no se acerca. No se va, pero no se acerca. ¡Qué lento transita el tiempo! Se paró el reloj en las 8.50 horas. Se durmió; lo que no pudieron hacer durante 47 noches los arrantzales maltratados, a los que pateaban para que no pudieran conciliar el sueño. Una tortura descomunal, un recuerdo que vuelve a llenar de dolor la lágrima. Pero se acabó. El Alakrana corre a su encuentro con el puerto. Ya no hay nada que temer.

Port Victoria está casi vacío de atuneros que faenan en el peligroso Índico protegidos por guardas entrenados para repeler los ataques piratas a tiros, pero quedan algunos. Al acercarse el Alakrana, el Demiku y el Txori Aundi, pesqueros bermeotarras con bandera de Seychelles que se reabastecen para volver a zarpar, hacen sonar sus sirenas. Es un grito de bienvenida de un valor emocional insondable. El sonido se expande por la bahía. Todo lo acaparan las sirenas del Demiku y el Txori Aundi, como aquella mañana lluviosa de noviembre lo hizo la sirena del puerto de Bermeo exigiendo la liberación de sus arrantzales, en una multitudinaria muestra de solidaridad del pueblo vasco hacia las familias de éstos.

El sonido no cesa y estremece. Ha tomado cuerpo, se ve: son unos poderosos brazos que han cruzado la bahía y han abrazado a los arrantzales del Alakrana. El momento es pura emotividad. El barco responde con otro abrazo, otro toque de sirena interminable que empapa las entrañas como la lluvia los huesos. Grita libertad el Alakrana. Ninguna palabra lo expresaría mejor. Suena con júbilo desbordante la sirena del atunero vasco. Aún resuena en Victoria.

el encuentro

Abrazos y lágrimas

Cuando cesa el grito, el silencio es aún más silencio. El alma está encogida, perpleja, acongojada. El Alakrana roza el muelle. Ya se diferencian los rostros. Un arrantzale gallego, camiseta naranja, barba de cuatro días, gafas de sol, está de pie en la proa del barco. No se mueve, no se inmuta. Mira y piensa. Otros tripulantes empiezan a saludar blandiendo las manos. Han visto a sus familiares. Las emociones se agolpan en la garganta y vuelven los ojos de cristal. Ricardo Blach asoma la cabeza por el puente, se lleva la mano derecha a la boca, la carga de cariño y lanza un beso a su hija Cristina, que le espera en el muelle. El tiempo apenas ha caminado en todo este rato. A las 9.01 horas, un cabo parte de cubierta y cae al muelle. Llega el Alakrana.

La maniobra de atraque se hace eterna. Hacia atrás, hacia delante? hasta encajar el barco, que roza el muelle. Los saludos se prodigan en la cubierta. Hay algún abrazo efusivo de liberación, una unión de manos? Todos sentidos, todos razonables; es el fin del infierno que describía Blach. Pero el descenso aún se demora. Montan la escalinata y en lugar de bajar los arrantzales a pisar tierra firme son las autoridades, algunas de Seychelles y el embajador de España en Etiopía, Antonio Sánchez Benedito, y el secretario general del mar, Juan Carlos Martín, las que la remontan y suben a bordo.

Se interesan allí por la salud de los tripulantes, que antes de entrar en puerto han pasado un control médico. "Bien, bien", les dicen éstos. El desfile por el barco acaba y, ahora sí, por la escalinata desciende Ricardo Blach, pantalón corto que deja al descubierto sus canillas. "Es que es cierto que estamos algo más delgados", explica. Cuando las posa en tierra, siente lo incontable. "Ha sido como un sueño. Todavía creo que estoy soñando", dice el bravo patrón del Alakrana, cuya fortaleza le hizo ser uno de los más castigados por los piratas. "Querían que me hundiera", señala. No lo lograron.

Detrás de él ha bajado parte de su tripulación. Wilson Pilate, pescador de las Seychelles, ha salido corriendo a abrazar a su esposa y su hermana. Ambas lloran. Wilson las estruja entre sus brazos como si no quisiera volver a soltarlas nunca más. Hoy estará con su madre bebiendo y bailando toda la noche, como prometió ésta cuando supo que el Alakrana había sido liberado. En unos meses, estará de nuevo faenando en el Índico. Ya lo dijo su padre, George; Wilson es un hombre de mar.

Como él, otros arrantzales gallegos han bajado a tierra y buscan a sus familiares mientras los vascos permanecen en la cubierta del atunero observando la escena. Entre ellos, el capitán, Iker Galbarriatu. Aún les quema el sufrimiento y prefieren la intimidad. Los abrazos, el descorche de alegría lo reservan para cuando hoy mismo lleguen a casa y se reencuentren con su familia.

Uno de los pescadores gallegos que ha pisado tierra parece desnortado hasta que acierta a reconocer a su esposa. Camina hacia ella con la avidez de un sediento a la boca de un pozo. Su mirada está cargada; sus ojos, a punto de hacerse trizas. Cuando alcanza el nido de los brazos de su mujer, se descargan. Se desprende una lágrima que lo condensa todo, el sufrimiento del secuestro y el gozo indescriptible del reencuentro, corre por la mejilla y acaba sobre el cuerpo de su mujer. Allí, no se pierde.