Es propio en nuestro tiempo decadente escuchar que nada queda por lo que merezca la pena vivir, que nada tiene valor en la existencia. Cada vez conocemos a más gente desencantada de la vida. Pero lo curioso del caso es que buena parte de quienes sostienen esta opinión pertenecen a gentes acomodadas, con dinero y buena cultura. Son verdaderamente infelices… ¡pero están orgullosos de su desdicha!, al sentir una cierta superioridad existencial. Su infortunio lo atribuyen a la naturaleza misma del Universo, y consideran que es la única actitud en una persona leída y viajada. La vida es así, afirman, y no hay mejor actitud para transitar por ella.

Este es un sentimiento que sigue existiendo, sobre todo en las capas altas de la sociedad, al que Bertrand Russell llamó “infortunio byroniano”. A juicio de este filósofo, quienes se permiten vivir en la desgracia byroniana, lo que hacen es colocar el coche delante del caballo viviendo desde una negatividad racionalista que les lleva a fijarse sobre todo en las características menos agradables del mundo en el que viven. La consecuencia negativa es que dañan su autoestima sin encarar los retos de cada día, que inevitablemente pasa por la inteligencia emocional y espiritual, que es lo opuesto a la desgracia byroniana.

Claro que existe alguna compensación en la sensación de superioridad que experimentan estos sufridores. Es una manera de evadirse y no afrontar la existencia, lo cual les evita el trabajo de salir de una actitud negativa, egoísta y acomodaticia. Lord Byron llegó a resumirlo en que toda la sabiduría no es más que vanidad. Su pesimismo existencial le impulsó a decir que no hay alegría que pueda darte el mundo comparable a la que te quita. Como si la sabiduría de las experiencias que acumulaba –y no fueron pocas y variadas– le molestara hasta esforzarse por librarse de ellas. Pero hizo escuela.

El origen de ese sentimiento no parece estar alejado de la excesiva facilidad que algunas personas tienen para satisfacer sus necesidades y deseos. El animal humano está adaptado a cierto grado de lucha por la vida, y cuando logra satisfacer con facilidad todas las apetencias, la mera ausencia de esfuerzo le quita un ingrediente imprescindible de la plenitud o felicidad. La conclusión entonces es que la vida es intrínsecamente vanidad, ya que el que tiene todo lo que desea sigue siendo infeliz. La psicología, que Byron desconocía, sigue alertándonos de que una parte indispensable de la alegría de vivir es carecer de algunas de las cosas que se desean. Malos consejos para este tiempo de nuestra cultura materialista, sin duda.

El hecho de que todas las cosas sean finitas tampoco es, en sí mismo, una base para este pesimismo existencial. Si yo viviera eternamente, las alegrías y anhelos de la vida acabarían inevitablemente perdiendo su sabor, cosa que no ocurre tal como funcionan las leyes de la existencia.

Con la deriva que lleva nuestra sociedad, esta variedad de tristeza vital se sigue cultivando por mucho que resulte una estupidez enorgullecerse del infortunio; a pesar de que no existe tal superioridad en el hecho de sentirse desgraciado. Lo que se esconde bajo esta coraza es el miedo a compartir y crecer como personas, tan del gusto de la sociedad superficial y hedonista. Porque, en el fondo, temer a la vida es una clase de cobardía, y quienes que la temen como una opción existencial ya están medio muertos, por mucho que disfracen este infortunio a base de autocomplacencia.

A todos los jóvenes con talento convencidos de que no pintan nada en el mundo actual, yo les diría que no rehúyan el esfuerzo ni renuncien a ser la mejor posibilidad de sí mismos. Yo animaría a que lean buenas biografías que les alejen de reconcentrarse en sí mismos. Es a base de superación y de preocuparse por las necesidades de los más cercanos y de compartir sentimientos que pueden convertirse en personas realizadas. Su autoestima lo agradecerá, y lord Byron y sus seguidores les envidiarían al percibirla. Una de las causas más importantes para la felicidad sobre la que Russell insiste, es en la importancia que tiene el cariño recibido, así como el afecto que la persona es capaz de dar a los demás como base de todo.

M. Ghandi nunca oyó hablar de la desgracia byroniana ni tampoco de la inteligencia emocional, pero conocía la esencia de la vida: “Soy un hombre mediano y admito que no soy intelectualmente brillante; pero no me importa. Existe un límite para el desarrollo del intelecto, pero no para el del corazón”. Por ahí va el camino, aunque algunos insisten en llevarnos por otros derroteros.

*Analista