quien más quien menos pegó un respingo cuando lo escuchó o se lo contaron. “Oye, que dice Imanol que él no querría a Messi para la Real”. La frase llama la atención por su carácter políticamente incorrecto. En la era de los extremos, en tiempos que no entienden de grises, solo de blancos o negros, todo lo que no suponga subir a los altares al astro argentino es pecado mortal. Pero yo estoy con nuestro entrenador. Tampoco quiero a Messi. Me extrañó, eso sí, la argumentación, aquello de que el culé no casaría con los valores txuri-urdin. Porque se trata de una circunstancia que quizás responda a la realidad, no lo sé, pero que queda en poca cosa si la comparamos con lo futbolístico. Sí, con lo futbolístico.

Messi es el mejor del mundo. Al menos lo era hasta el pasado junio. Y no resulta descabellado pensar que siga acreditando su supremacía en la recién iniciada temporada. Acabado no está, ni mucho menos. Pero su evolución física a la baja resulta tan lógica y comprensible como palpable. Debe administrar esfuerzos, seleccionar carreras y sprints. Así que potenciarle pasa por permitirle descansar sobre el césped. Así. Como suena. Su Barcelona aprieta tras pérdida y él participa de ello. Pero la cosa cambia cuando el rival junta dos pases y se ordena. Ahí a Valverde no le queda otra que mutar al 4-4-2 y dejar al argentino de palomero junto a Luis Suárez, casi de miranda. La brillantez de Ter Stegen, la solvencia de Piqué o la pierna fuerte de Rakitic y Vidal permiten a los culés vivir relativamente cómodos en esas fases de repliegue. Pero la Real? Ay la Real. La Real no puede permitirse semejantes lujos. Si no defiende hacia adelante, si recula y se protege, está perdida.

¡Peligro! En este punto del artículo corremos el riesgo de entrar en bucle. Hace justo una semana, subrayábamos aquí las carencias del bloque bajo txuri-urdin, así que no seguiremos por este camino. Simplemente destacaremos de nuevo que la Real necesita ser valiente, ir a la nuez del rival, situar la zaga lejos del portero y apretar bien arriba. Justo lo que hizo el Barça en su primera parte contra el Inter, al ver que los italianos iniciaban las jugadas en un plan casi kamikaze. Picaron el anzuelo los culés, con Messi ampliando como pocas veces se ha visto últimamente su mapa de calor, y el resultado fue un baño en toda regla cuyos efectos minimizó un mago alemán que juega con guantes. La posterior remontada llegó con el 10 pinchado en banda en la contención, y con un correcaminos como Vidal agitándolo todo y presionando por tres, confirmándose igualmente como un tipo de herramienta de la que no disponemos por estos lares. ¿Sangalli quizás? Comparaciones al margen, dejémoslo en que para permitir a Messi alcanzar su máxima expresión se necesitan registros o individualidades que no figuran en nuestro repertorio.

Dicho todo esto, bien haríamos en no identificar determinadas tendencias con ventanas hacia la gloria. Bien haríamos en evitar ver en la vulgarización del Barcelona, o en la depresión merengue post Cristiano, oportunidades para reeditar las Ligas del 81 y del 82. Ilusos nosotros? Suena raro después de dos derrotas consecutivas. Pero hace solo quince días, en plena efervescencia txuri-urdin, se habló incluso de título, de un milagro cuya proclamación exigía dos cosas: que la Real conservara durante ocho meses más su sobresaliente nivel y que ninguno de los llamados grandes levantara cabeza de aquí a finales de la primavera. Mucho me temo que ninguna de las condiciones terminará cumpliéndose. Porque Imanol apuesta por un juego valiente y de máximos con el que los altibajos resultan ineludibles. También porque azulgranas, blancos y colchoneros, limpios todos de supercopas por primera vez en no sé cuántos veranos, saben que se hace difícil carburar en septiembre y llegar bien al mes de mayo.

Aquí quería yo llegar. A la Champions. Y a nuestra triste insignificancia en un mar de transatlánticos cuyas aguas surcamos en txalupa. Que si cuánto durará Odegaard en la Real, que si podremos plantar cara en la clasificación a estos o a aquellos? No somos conscientes de que el rumbo del equipo, así como el futuro de nuestra estrella noruega y otras muchas circunstancias, dependen también de esa competición de la musiquita y las estrellas que se decide a partir de febrero y en la que ni siquiera participamos. Barça, Madrid y compañía alcanzarán ese momento con una velocidad de crucero que también marcará diferencias en la Liga. Se jugarán su estado de ánimo y sus proyectos, todo junto, los martes y los miércoles. Y de lo que les ocurra en cuartos de final contra el Bayern, la Juventus o el Liverpool de turno dependerá la magnitud de los terremotos en sus despachos. Por mucho que hablemos aquí y ahora, si el 14 de abril un nuevo Ajax asalta el Bernabéu, en 48 horas Florentino será capaz de fichar de nuevo a Mourinho, de contratar a Mbappé y de repescar a Odegaard junto a otros siete cedidos. Por mucho que hablemos aquí y ahora, si el 6 de mayo se repite lo de Roma y lo de Anfield, el veleta de Bartomeu será capaz de venir con la chequera a por Oyarzabal, a por Pacheco y a por el lateral del cadete B. Triste. Pero es el fútbol moderno que nos ha tocado vivir.